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lunes, 20 de noviembre de 2023

Quiebre Definitivo

Lamentablemente seguimos viviendo en el mismo barrio. Te veo pasar regularmente por mi casa o te cruzo en alguna esquina. Si pudiera, me iría a vivir a otra ciudad. Me solés saludar. ¿Para qué? Ya no hay nada más que hacer. Parece mentira que en otra época hayamos sido hermanas inseparables. Todo lo charlábamos, todo lo decidíamos juntas. Siempre creí que no había secretos entre nosotras. Te confié hasta lo más íntimo. Sabés todo de mí. Ahora entiendo, toda esa información te vino al pelo para tu propósito. No sé, sinceramente, no sé, Viviana qué pasó por tu cabeza cuando tomaste la decisión de cortarte sola. Bah, sola no; con tu hijo, quien planeó brillantemente todo. Recuerdo perfectamente el día del último funeral; el momento exacto en el que me dijiste: - Andre, estás muy cansada. Me voy de vacaciones a las termas con las chicas de telar. ¿Querés venir? - No las conozco mucho. - Eso no importa. Vas a ver que la vamos a pasar bien; son re piolas. Además, es un regalo de mi parte. - Pero… no. - Sí, sí. Yo te regalo el viaje y la estadía. Caro me salió ese viaje. Te lo pagué con creces. Viviana y Andrea cuidaron a dos tías muy longevas. Es verdad, le dedicaron tiempo, alma y compasión en los últimos momentos de sus vidas. Eso nadie lo pone en duda. Una, Federica, falleció a los 94. La otra, Antonia, ¡a los 99! Nunca se habían casado. Habían sido maestras normales. Toda una vida dedicada a la enseñanza - aún jubiladas impartieron clases particulares a cuanto vecinito, sobrino o sobrinonieto se le cruzara -; y, al cuidado de su madre que murió también muy anciana. Hasta los ochenta y pico, se las arreglaron bastante bien solas. Más tarde, requirieron de la ayuda de una señora que les limpiaba la casa y les hacía la comida. Después de los noventa, sobre todo Antonia, comenzó con problemas cognitivos. Algunas neuronas empezaron a disfuncionar y aparecieron las primeras isquemias. Andrea y Viviana, las dos sobrinas mayores, libremente se postularon para atenderlas. Viviana, se encargaba de la administración de la jubilación de cada una; y de las rentas que recibían por unas hectáreas de campo y otras propiedades; así como también, del pago de impuestos y servicios. Andrea las llevaba al médico; les hacía las compras; les daba los remedios. Todo parecía funcionar muy bien entre ellas. Si algún otro sobrino ofrecía ayuda, raramente delegaban. Por eso, los demás familiares quedaron prácticamente al margen, en cuanto a cuidado se refería. Visitaban a las tías; pero no se metían más allá de los límites que le permitían Andrea y Viviana. Sí disfruté del viaje; tus amigas muy macanudas. Es cierto, me distendí, descansé, me distraje. No tuvimos tregua desde que tía Antonia empezó con su alzheimer: todo lo repetía quinientas mil veces; todo había que repetírselo como a una nena porque no lo recordaba. Un desgaste sin igual. Después, el infarto de Federica; repartirnos las idas y venidas a terapia para no dejar a Anto sola. Al mes, la muerte de Fede. La declinación de Anto y su posterior deceso. En un año, las despedimos a las dos. Nosotras dos estuvimos en todo. Sólo vos y yo sabemos por lo que pasamos. Por eso, porque compartimos ese cuidado, esa preocupación y tantos días y noches con el corazón en la boca, no entiendo tu actitud. Tal vez, no; porque nunca llegué a conocerte verdaderamente. Cuando me dejaste en mi casa, después de que llegáramos de Río Hondo, me dijiste: “mañana tengo que hablar con vos”. Por tu tono solemne, me preocupé. Temí por tu salud. Jamás me imaginé que te despacharías con lo que te despachaste. Al día siguiente, domingo, Viviana y Andrea se dieron cita en un bar céntrico. Después de hablar de bueyes perdidos, de lo bien que la habían pasado en el viaje; de dar tantos rodeos, Andrea, por fin, se animó: - Vivi, ¿qué era eso que me tenías que contar? Debe ser grave, porque no quisiste decírmelo en mi casa. - Te cuento que las tías me pidieron que no lo contara hasta que las dos partieran de este mundo – hizo una pausa demasiado larga para su interlocutora, quién enseguida arremetió. - ¿Cuál es el misterio? - Cuando Antonia estaba bien de la cabeza me dijo que tanto ella como Federica querían dejar toda la herencia a Joaco. Que en la casa podía poner su estudio de abogado y seguir con las rentas de las propiedades para comprarse su propia casa. - Y…¿por qué no me lo contaste? - ¡Me rogaron que no sea en vida de ellas! - se defendió. - Y… cumplir con la voluntad. En realidad, ya todos los trámites estaban hechos. Joaquín, su hijo, había convocado a escribanos amigos para hacer el testamento y transferir todo a su nombre. A esa instancia no se podía hacer nada más. Andrea quedó paralizada. No supo qué decir ni hacer. Cuando llegó a su casa, su hija le preguntó por qué estaba tan pálida. Andrea la miró con ojos vidriados y, por fin pudo llorar; lloró amargamente. Se sentía totalmente traicionada; se le acaba de caer el velo y podía ver claramente. Viviana había dejado al desnudo su lado oscuro; su verdadera identidad. Honestamente, a Andrea la plata no le interesaba; siempre decía que “va y viene”. Lo que realmente la había lastimado era la actitud de su hermana. Esta acababa de romper para siempre un vínculo que trascendía, por lo menos para ella, los lazos de sangre. Cuando se enteraron los demás sobrinos – mamita santa – lo menos degradante que le dijeron a Viviana fue “zorra trepadora”; “hija de puta”. Pusieron abogados; otros escribanos y hasta grafólogos para determinar si las firmas eran realmente las de las tías. Todo, absolutamente todo, había sido ejecutado a la perfección. De la noche a la mañana, Joaquín Suárez tuvo su propio estudio; se dio el lujo de alquilar una de las habitaciones de la casa a un colega que instaló allí su oficina; se compró un chalet en un barrio privado, un auto y hasta una lancha. Hoy sus tres hijos estudian en universidades privadas de la Capital, muy caras; y llevan una vida holgada. - Lo que nunca voy a perdonarte – le dijo un día Andrea a Viviana – cuando esta última intentó disculparse – por qué no me lo contaste, si en realidad era así, si en realidad las tías te lo habían pedido. Sabés que no hubiera salido de mi boca. Ahora todo me es muy confuso; ahora no te creo nada.

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