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martes, 16 de agosto de 2016

El tío Agustín
El día anterior organizábamos su bienvenida. Los tres: mis hermanos y yo sorteábamos, en presencia de la abuela Felicidad, el lugar de quien se sentaría al lado del tío durante el primer almuerzo o la primera cena el día de su llegada. Casi siempre anunciaba su visita para dos o tres días antes de la Navidad o el Año Nuevo. Verlo bajar del tren, abrazarlo con la misma sensación de quien abraza a un abuelo, alivianarlo físicamente tomando su sombrero, su pequeña valija y dos o tres paquetes envueltos en papel de estraza y atados con hilo zigzag era para nosotros un honor. Por eso, también, nos disputábamos estos servicios.
Era el “Benjamín” de la familia, sin embargo recibió el nombre de Agustín en honor al santo maestro de la Iglesia Católica, que tanta luz había traído a los devotos feligreses entre los que se contaban como los más fervientes, mis bisabuelos Cándida y Sebastián. Esta, aún con los dolores del posparto, le había recordado a su esposo, con gran insistencia, el nombre acordado meses atrás: “Se llamará Agustín, no te olvides”.
La tía Josefa y mi abuela Felicidad, como ya he contado, vinieron jóvenes a la Argentina. El tío Agustín fue el único que se quedó en la Madre Patria junto a sus padres. Tal vez, por ser el menor, lo consideraron muy pequeño para aventurarse en estas tierras más allá del Atlántico. Pero, fiel al llamado de la sangre, ya viudo con un niño de apenas cinco años, se embarcó rumbo a este país y no dudó en buscar contención familiar junto a sus hermanas que muchos años antes ya habían formado sus familias y se habían afincado una en Buenos Aires y la otra – mi abuela -, en Benjamín Gould.
Consideró que iba a tener más oportunidades laborales en la Capital, y no se equivocó. Como pudo, instalado ya en un pequeño departamento de un solo ambiente educó a su único hijo “Agustincito”, quien pudo graduarse como profesor de Educación Física . Trabajó en cuanto lugar le ofrecieran. Era de corta estatura pero de larga inteligencia por lo que pudo ocupar un importante puesto administrativo hasta el día de su jubilación en un pujante club de barrio que ya prometía “River Plate”. Su inquietud y curiosidad innatas, virtudes heredadas de los Vázquez (apellido paterno), lo vincularon rápidamente con los profesionales de la mencionada institución de quien supo ganarse su respeto, amistad y confianza. Es así como, a los casi cuarenta años, confirmó su predilección por el agua convirtiéndose en un gran nadador. Compitió en la categoría “veteranos” en varias oportunidades obteniendo importantes trofeos y medallas que mis hermanos y yo admirábamos con devoción cada vez que íbamos, con la abuela Felicidad, a visitarlo a Buenos Aires.
Su simpatía, el hecho de que nos tratara como a los nietos que no tenía y que nunca habría de tener, y esta habilidad, la natación, sumado a un montón más de cualidades que el tío tenía y a las que más adelante me referiré, justificaban nuestra fascinación por su persona. 
Pasada la Navidad y el Año Nuevo, en las que degustábamos el delicioso banquete que preparaban mamá y la abuela y las novedosas confituras que nos había traído el tío en uno de esos paquetes de papel de estraza, comenzaba la temporada veraniega de pileta en el tanque del tío Arol. Durante las calurosas siestas de enero sólo se nos tenía permitido entrar al natatorio bajo la presencia de un adulto. Cuando llegaba el tío Agustín, con sus jóvenes 76,78 u 80 años a cuestas, él se transformaba en nuestro acceso seguro, por eso creo que lo esperábamos con tanta ansiedad.
Y ni qué hablar de sus virtudes culinarias. Era experto en “roscón”, así lo llamaba a una especie de bizcochuelo bien batido que él mismo preparaba con sus propias manos. Ya mamá le había comprado un bol de loza con una sola asa (yo lo conservo) y un batidor de alambre bien grande. Con sus manitas regordetas daba que daba vueltas con el batidor a los seis u ocho huevos que mezclaba con azúcar. Las meriendas con ese roscón bien infladito llenaban de dulzuras nuestras tardes hambrientas, después de tres o cuatro horas de pileta.
Mi abuela Felicidad, su hermana, lo mimaba y consentía como lo que era: su hermanito. Jugaban al chinchón a la tardecita en el patio de casa o en el de la tía Jesusa ( otro personaje de la familia que merece biografía aparte), los días de lluvia nos hacían tortas fritas. De esta manera, la abuela y el tío aprovechaban a probarlas sin culpa, ya que el médico se las tenía vedadas a ambos a causa del colesterol que ya empezaba a ser mala noticia en aquellos tiempos.
Cuando alguna peña masculina del pueblo organizaba un asado, allá iba tío Agustín como invitado especial. Recuerdo verlo partir de casa algún sábado de verano junto a papá, portando las bolsitas contendoras del juego de plato, tenedor, cuchillo y vaso que les preparaba mamá.
No puedo acordarme de quién apodó a Agustín “Magiclick”, inspirado en una publicidad televisiva cuyo eslogan rezaba: “dura 104 años”. Y bien que se lo merecía, ya que resultó ser un longevo: murió a los 91 años, una fría tarde de julio, en un hogar de día para ancianos. 
Hoy yo, a los casi 50 años, lo evoco con profunda gratitud ya que, gracias a él, aprendí a nadar y a amar el agua, nuestro primer líquido vital. Mi tío Agustín vive dentro de mí, se me cuela entre brazada y brazada cada vez que atravieso la pileta haciendo los tantos largos que me indica la profesora.
Lo traigo a mi memoria en el momento en que lleno el bol de loza amarillo para hacer una torta o cuando trato de repetir a mis hijos, lo más fielmente posible, aquel trabalenguas que el tío recitaba junto a mi abuela para agregarle más emoción a nuestros juegos: “debajo del puente de Guadalajara había un conejillo que nadaba por debajo del agua. Tomé una teja, le di en la oreja, si no fuera por el tío Juan que me dijo ‘déjalo, déjalo’, que lo mataba hombre, que lo mataba”.
En fin, tío Agustín sigue metido en mi vida como el primer día. Nació conmigo y, como todos mis afectos está en mí. 
Estoy segura de que las ansias de inmortalizar, algún gen heredado de este tío maravilloso, y la gran necesidad de recuperar el sabor dulcísimo de un abuelo me permiten hoy evocarlo con tanto amor.

Araceli Casagrande, 2013
El sabor del amor

La abuela Felicidad es la mamá de mi mamá, vino de España a los 15 años. Su hermana Josefa  - que ya había venido antes -, le había prometido que, cuando consiguiera un trabajo y lograra instalarse, buscaría algo para ella y la mandaría a llamar para que viniese a la Argentina.
Josefa consiguió empleo de mucama cama adentro en una casa de ricos, en un barrio porteño muy pituco.
A los cuatro meses de trabajar allí, se enteró de que necesitaban una ayudante de cocina, alguien que se ocupara de lavar la vajilla y de hacer las compras. Ese fue el puesto que ocupó mi abuela Felicidad.
Su curiosidad innata la llevó a superarse y así pasó de lavaplatos a auxiliar de cocina. Allí conoció los sabores, las texturas y los olores de la cocina internacional. Sabía de platos franceses e italianos, aumentó los conocimientos de la cocina española y, aunque nunca pudo ser la jefa de cocina en aquella casa, sí lo fue en la propia.
Mi abuela cocinaba como los dioses, era insuperable. Con poco hacía mucho. De los ingredientes más austeros y sencillos lograba una comida exquisita. Para ella la cocina era un arte y con su creatividad hacía que todos los comensales gozaran de una mesa bien servida. Además había aprendido allí, en la mansión de los ricos, qué mantel era el apropiado: siempre debía estar impecable y perfectamente planchado, lo mejor era que fuera de lino blanco o marfil. Si era para un almuerzo podía ser de color, pero claro. La servilleta, para las ocasiones especiales, tenía que tener un tamaño de 60 x 60 centímetros por considerarse más elegante y se debía colocar doblada en forma de rectángulo o triángulo a la izquierda o encima del plato. Jamás imitando formas de pájaros o flores, ni tampoco colocadas dentro de la copa. ¡Había que respetar el protocolo!
Obviamente, también había aprendido qué vino era el adecuado para cada celebración: jerez para el consomé; vino blanco, para el pescado; tinto, para las carnes y champán o cava, para los postres.
Todos estos conocimientos de buena mesa mi abuela Felicidad los fue impartiendo en su única hija mujer, Araceli, mi mamá. Lo hacía con tanta pasión que también mamá respetaba todos estos rituales en las fechas especiales: Navidad, Pascuas, cumpleaños o cuando teníamos una visita “importante”.
Ya desde niñas, a mi hermana, Marita, y a mí nos enseñaban a disponer adecuadamente las copas sobre la mesa, las que debían responder al orden en que se iban a consumir los vinos: de izquierda a derecha, la más pequeña para el vino blanco o el dulce; luego la mediana, para el tinto; la más grande, para el agua, soda o gaseosa. La de champán, la alargadita flaca, se colocaba después de la de agua y un poco desplazada hacia el centro de la mesa.
En cuanto al menú, recuerdo que también mamá lo consensuaba con la abuela. En esas fechas habitualmente había una entrada ligera como para ir tranquilizando el estómago; un primer plato, por lo general en base a pescado o pollo; y un segundo plato, el principal, más fuerte con carne de vaca y abundantes guarniciones. Del postre se encargaba mamá. Ella era la especialista pues había cursado su secundario en una escuela de oficios donde le enseñaban, casi a nivel científico, todas las tareas domésticas; incluidas en ellas, la atención de los hijos (Puericultura).
Pero, volviendo a mi abuela, quiero detenerme en uno de esos primeros platos que servía con tanto amor, porque allí, en ese condimento tan especial, el amor, radicaba el secreto de todos sus sabores. ¿Cuál era el plato? “Coquillas o conchillas o conchas de mar”. Así se llamaba al plato porque la preparación era contenida en el caparazón de una ostra de mar. Tanto mi abuela como mi mamá preparaban el contenido de la siguiente manera: hervían pescado o, en su defecto, pollo con ricas verduras (ajo puerro, cebolla, zanahoria, zapallo, pimiento, etc.) para que le dieran buen sabor. Luego desmenuzaban la carne o la picaban muy finamente. Aparte, en una sartén, saltaban – preferentemente en aceite de oliva – cebolla de verdeo y morrones bien picaditos. Una vez tiernizado todo, agregaban a esto el pollo o el pescado. Salpimentaban y unían con salsa blanca bastante líquida o crema de leche con almidón de maíz. Esta pasta era colocada en estos caparazones, espolvoreada con queso rallado o perejil picado y, finalmente se gratinaban a horno bien caliente antes de servir. Realmente, una delicia.
Cuando falleció mamá nos dejó entre su maravilloso legado de amor - reflejado en gestos, actitudes, palabras, sabiduría de vida, fe infinita en Dios – aquellas recetas de cocina que también heredó de su madre, la abuela Felicidad.
A pocos días de su partida, mientras ordenábamos la casa de mamá, encontramos una caja que contenía cuarenta y dos de estas adoradas coquillas: grandes, medianas y chicas. En ese instante aparecieron también nuestros momentos de infancia: recibíamos las coquillas del tamaño proporcional a la edad que teníamos. ¡Cuántos recuerdos maravillosos revivimos! Inmediatamente, nos las repartimos: veintiuna para cada una. Nos juramos que no habríamos de perder la receta.
La primera Pascua sin mamá nos reunimos a comer la familia de mi hermana y la mía propia. Fuimos doce comensales en total. Para que también mamá y la abuela participaran de esta mesa unimos nuevamente las cuarenta y dos coquillas y las preparamos de pollo, tal como la aprendimos. Para acompañarlas elaboramos además una receta heredada de los bisabuelos españoles: empanada gallega.
Lo cierto es que todos: grandes, medianos y chicos; hijos, primos, maridos, cuñados disfrutamos de una mesa especial, llena de Felicidad, como la abuela, que vino a estas tierras para forjarse un futuro mejor que el que le proponía su Patria.
La alegría de nuestros hijos, la emoción de nuestros corazones memoriosos, el clima de familia, el calor de hogar y los paladares satisfechos de aquel día confirmaron que había valido la pena ese destierro.

Araceli Casagrande, 2012