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lunes, 24 de octubre de 2016

SOLTAR

Tu río,
mi mar,
nuestro amor alborotado
entre peces y caracolas
que lastiman.

Gigantes margaritas
descubren un páramo rellenito y placentero
lleno de ternura suavecita.

Entonces...
veo el puente, claro, clarísimo;
lo cruzo silenciosa para abrazarte
para retenerte, aunque sea,
un poquito.

Y después... y después, hijo querido,
dejarte ir nuevamente.

Araceli Casagrande, 21/10/16

sábado, 8 de octubre de 2016

EL HADA DE LAS NOVIAS



Año 1974
Creo en las hadas. Puedo asegurar que existen. En mi casa vive una. Es amable y servicial. De profundos ojos verdes, pelo dorado y voz cautivadora. No tiene alas ni varita. Su polvo mágico es la ternura, inagotable.
Se levanta tempranito, antes que todos nosotros. Nos prepara el desayuno, nos despierta y con la dulzura de un ser de luz, nos alista para ir a la escuela. Cuando partimos hacia nuestras obligaciones de rutina, ella se instala en su taller. Como la famosa Campanita, es un hada artesana. Y, aún sin alas, tiene el poder de volar. El genio de la creatividad la habita todos los días, pues ella transforma un simple trozo de tela en un objeto maravilloso. ¡Es que es un hada de alta costura!
Ahora voy a referirme a uno de esos días especiales: “el de la novia”. No se trata de una efeméride en un almanaque; es el día en que se casa alguna novia del pueblo. Puede ser Carmencita, Alicia, Esther, Marta o Norma. Da lo mismo, pero el día en que ella debe vestir a esa novia, es especial, pues mi casa se llena de magia.
El comedor se transforma, así de repente, en: sala de SPA, taller de planchado, de terminaciones y detalles y en una especie de consultorio psicológico. Una reposera forrada de un blanco inmaculado opera de diván. En el tocadiscos Ken Brown, la púa transita los surcos del disco de pasta de los más hermosos y románticos valses vieneses. Un aroma a jazmines recién cortados o a rosas inunda la habitación. Es que esta hada tiene la magia de activar ¡todos los sentidos!
Cita a la novia dos o tres horas antes de la ceremonia religiosa, dependiendo esto del trabajo de último momento que requiere el modelo del vestido. A veces hay que hacer retoques en el cinturón porque, de los nervios, la novia ha adelgazado o… engordado. Otras, hay que agregar mostacillas o lentejuelas en el cuello, o flores de tul en la muñeca, o... En fin. Lo cierto es que apenas llega la candidata, ella sale a su encuentro con un abrazo, un beso y una sonrisa. Luego la recuesta sobre la reposera, le pide que se relaje, que respire hondo y que piense en cosas lindas. Del termo ya preparado, vuelca un sabroso té de tilo en una taza que le ofrece con cortesía. Mi hermana y yo, asomadas apenas, disfrutamos del espectáculo hasta que se nos pide que no hagamos ruido porque “la novia tiene que descansar”. Entonces “nuestra Campanita” coloca en cada ojo de la futura señora un pompón de algodón embebido en agua helada. “Hoy tu mirada tiene que brillar más que nunca”, le dice.
Mientras tanto, plancha alguna parte de la blanquísima prenda, ultima detalles y hace retoques en el tocado y ramo. Porque, por supuesto, ella también los ha confeccionado. Según la demanda, pueden ser de tela o naturales. El hada se adapta a las circunstancias, la estación del año, la moda y el presupuesto. Si de naturaleza se trata, sus herramientas pueden ser calas, margaritas, jazmines, helechos, gerberas, camelias, lisianthus, claveles, lo que haya en su jardín o en el de algún generoso jardinero del barrio. Y como ama las gipsófilas, que en el pueblo no se consiguen, se las ingenia para adquirirlas con tiempo en la ciudad porque “van con todo y duran mucho”, dice.
En alguna de esas ocasiones, quizá de otro ritual semejante, la veo muy concentrada y eso me permite llegar sin problemas hasta la cocina que queda en la habitación contigua. Puedo abrir el congelador sigilosamente para observar con tranquilidad el ramo y la coronita de coloridas flores enlazadas con cintas de organza y tafeta que ha terminado a la tarde y colocado en el refrigerador para que no se marchiten. Logro tocarlas atrevidamente un poquito y contemplarlas unos segundos con la emoción de quien ve algo sublime.
La mayoría de las veces, la novia ha contratado a una peluquera que la va peinando antes de colocar el vestido. De manicura y maquilladora hacen nuestra hada o alguna amiga que llega en la última hora. El tiempo que resta no se pierde, se capitaliza. El hada hechiza a la novia con sus bondadosos consejos: “bajá tranquila del auto”, “no te apresures, así acomodo bien el tul”, “caminá con la cabeza erguida y una sonrisa en los labios”. Ella sabe que la decisión ya está tomada y no hay lugar para otros consejos, pero si la ocasión lo amerita, suele hablar desde su experiencia personal: “yo me casé para toda la vida”, “el matrimonio siempre es de a dos”, “no hay ganancia sin pérdidas”. No entiendo muy bien qué significa todo ello, pero el hada lo dice en un tono tan afable y positivo que todo me parece una delicia.
Llega el auto que la llevará hasta la iglesia, el hada se apronta, debe allanarle el camino hacia el altar. En otro auto, vamos mi abuela, mi hermano, mi hermana y yo. Papá conduce.
Nos bajamos, todo el pueblo está de fiesta. Una alfombra roja y ramitos de hortensias o margaritas visten de gala la capilla. Un vocerío se aplaca cuando el Valiant 4 azul con un gigante moño blanco sobre el techo se detiene frente a la puerta. Baja la novia, el hada, nuestra hada, mi mamá, se baja detrás de ella.
Año 2016
La leyenda afirma que las hadas sólo sobreviven si la gente no deja de creer que existen. El mismo Peter Pan llama a los niños dormidos del mundo para que crean en ellas.
Mi niña interior no se ha dormido. Han pasado ya más de cuarenta años. Hace casi cinco que mi mamá no está en este mundo. Sin embargo, yo sigo creyendo en ella. Mi hada de las novias no ha muerto.

Araceli Casagrande

Octubre, 2016

jueves, 8 de septiembre de 2016

HERENCIA
Recién llegado desde mi pueblito natal y con escasos ocho años, esa casa de la avenida Marconi al 700 ejercía en mí un poder de fascinación tan grande como ninguna otra de Venado Tuerto.
A decir verdad, la casa era hermosa; pero ni por su magnitud, ni por su belleza suscitaba en mí especial atención; sino por las palabras que dirigía mi padre a mi madre y a mi hermano mayor cada vez que pasábamos frente a ella.
- Ahí vive Marcos Ciani – decía mi papá con admiración.
Mi hermanita y yo, colgados de la luneta del Falcon azul, mirábamos extasiados hacia esa puerta que nunca se abría.

Antes de venir a vivir a Venado, mi abuelo materno – gran mecánico, al que pude disfrutar por poco tiempo, a raíz de una terrible enfermedad que lo llevó de este mundo bastante joven – era fanático del Turismo Carretera. Tenía una caja de botas, grande, llena de recortes, volantes, artículos, y de todo cuanto a este deporte se refiera.
La guardaba como un gran tesoro en uno de los estantes del taller. Y, cuando llegaba a visitarlo algún cliente fana como él, desempolvaba aquel “cofre” y compartía las fotos y los escritos de aquellas páginas.
El abuelo murió cuando yo tenía siete años, un año antes de que nos trasladáramos a esta ciudad, los pagos de mi papá. Como el galpón donde él trabajaba quedaba patio de por medio de mi casa, desde muy pequeño me pasaba muchas tardes y muchas horas jugando con mi hermano y mis primos muy cerca de allí. A ellos les entretenía más el fútbol. Yo, tal vez por herencia de genes, de sangre, de afecto o no sé de qué, empecé a sentir una especial atracción por los autos, y sobre todo, por los de carrera. Me encantaba jugar al automovilismo, soñaba conque era Reutemann, Nicky Lauda o Andretti; los domingos no me perdía las carreras que, desde temprano, pasaban por televisión. No entendía mucho, pero me cautivaban aquellas rápidas imágenes de autos dando vueltas sobre una pista de cemento y la bajada de aquella bandera a cuadritos en negro y blanco, cuando atravesaban la línea de llegada.
Se ve que mi abuelo percibía esta pasión en mí, y fue así como –en los recreos que tenía o que se hacía – empezó a fabricarme unos autitos que tallaba en madera, diferentes a los que yo ya tenía. Los míos eran de metal o de plástico con formas más modernas – semejante a las de la Ferrari -, propias de la Fórmula 1. Los que él me construía eran más redondeados, más “regordetes”. Los pintaba de distintos colores: azul, amarillo, celeste, blanco, verde, rojo…, y con pintura negra colocaba sobre ellos nombres como: Fangio, Galvez, Ciani, Emiliozzi, entre otros, junto a marcas que yo ya empezaba a reconocer: Dodge, Chevrolet, Ford.
- Se llaman cupecitas – me dijo un día – son tuyas, pero cuando termines de jugar, yo te las guardo, así no se pierden. Y, por un destino ingrato, las cupecitas se perdieron. Ni mi abuela, ni mis tíos, ni mi mamá supieron qué pasó con ellas.

Tal tristeza provocó en mí la muerte de mi abuelo, que – por un largo tiempo – no jugué más a las carreras de autos.
Luego llegó la mudanza, aparecieron nuevos intereses: iba a vivir en una ciudad grande, en una casa nueva, cambiaría de colegio, tendría nuevos amigos.
A pesar de que el cambio me costó, un día conocí a Iván, un re-fanático de los autos. Fue él quien me devolvió las ganas de jugar a los pilotos.
Una tarde de agosto, su mamá nos traía en auto – a él y a mí – desde gimnasia. Pasamos por Marconi al 700 y creí reconocerlo, en la vereda.
- Ahí va Marcos Ciani – le grité a mi amigo, señalando hacia la izquierda.
- ¿Quién? – me preguntó sorprendido.
La mamá se me adelantó, y le explicó que se trataba de un famoso corredor de autos, de otros tiempos.
- Sí, corría en Turismo Carretera. Mi abuelo Héctor tenía una caja así de grande – comenté, separando los brazos exageradamente – con fotos y recortes de todos esos famosos pilotos. Hasta había hecho con madera algunos de los autos de esos corredores.
- ¿Me los mostrás algún día?
- Sí…, pero los autitos se perdieron. La caja la puede tener mi abuela, si es que no la tiró.
A los quince días fuimos a pasar un fin de semana a lo de mi abuela. Le pedí, le rogué que me permitiera hurgar en el galpón-taller de mi abuelo para ver si encontraba la caja.
- Está todo muy sucio.
- No importa, yo la busco.
Finalmente accedió, y es así como me sumergí en aquel mundo con olor a tuercas y aceite, que yo tanto amaba. Casi estaba por desistir, cuando debajo de un montón de trapos engrasados vi la caja. A pesar de estar llena de tierra y un poco deteriorada, pude recuperarla.
Hacía de cuenta que había encontrado un tesoro invalorable. Mi abuela me dio una bolsa grande; y luego de varias sacudidas trasladé los papeles a ella.
- Ya la tengo – le soplé a Iván desde mi banco, mientras la maestra explicaba sujeto y predicado.
- ¿A la caja?
Asentí con la cabeza.
- ¡Qué bueno! En el recreo me contás.

Quedamos con Iván en vernos en mi casa a las cinco. Cinco menos diez sonó el timbre. La ansiedad de mi amigo no podía esperar.
- Pasá Iván – le decía mi mamá, mientras yo iba a su encuentro con la bolsa de recortes en mis manos.
Saludé a mi amigo y lo invité a pasar al patio. Estuvimos, por lo menos una hora leyendo los artículos y mirando las fotos. Mi mamá tuvo que llamarnos varias veces para que entráramos a tomar la leche.
No sé si fue el espíritu de mi abuelo o qué, pero los dos quedamos fascinados por la historia que habíamos podido rescatar de aquellos años gloriosos. Todas las tardes nos reuníamos a contemplar esos rostros en blanco y negro y a leer los epígrafes de esas fotos.
Un día de esos, Iván me propuso, desde la creatividad de sus diez años:
- Y… si hacemos los circuitos de las vueltas que dieron Ciani y sus amigos.
- ¿Cómo?
-  Traeme una tiza.
Desde la caja de tizas de mi hermana extraje varias, de distintos colores. Mi amigo tomó una azul y comenzó a garabatear el mapa de Argentina sobre los mosaicos del patio.
- ¿No tenés un atlas?
Le pedimos a mi hermano mayor que nos ayudara a ubicar las localidades que nos interesaban; y así, sobre el mapa, en rojo, en amarillo, en naranja, íbamos dibujando de a uno los circuitos: el de las 1000 Millas de Avellaneda, el del Gran Premio de las “Heladeras Star”, el de la Vuelta de Santa Fe, el de la Vuelta de Olavarría, de Necochea, entre otros.
Al día siguiente, a mí se me ocurrió disfrazar nuestros autitos de colección de cupecitas. Y así empezaban las carreras. Por meses, renovábamos diariamente este ritual. Dábamos vida, por la magia del juego, a toda una historia que, para muchos, ya era leyenda.

Acababa de cumplir once años, - recuerdo que faltaba muy poco para que terminaran las clases – iba caminando por Marconi, desde Castelli hacia la plaza San Martín cuando lo vi. Corrí hacia ese señor mayor casi calvo. Le toqué la espalda.
- ¿Usted es Marcos Ciani? ¿No? – le pregunté emocionadísimo.
- Sí – me contestó entre tierno y parco. Lo abracé en la cintura y apoye mi cabeza sobre su abdomen.
- Quería conocerlo.
Me acarició el pelo y me contestó con la simpleza que lo caracterizaba:
- Viste, pibe, ya me conociste.
Subió a un auto. Lo miré, hasta que se perdió al doblar la Belgrano. A pesar de la fugacidad del encuentro, yo estaba feliz. Era suficiente: lo había abrazado. Y, por primera vez, tenía un ídolo.

Desde ese entonces concebí como principal hobby al automovilismo. Actualmente integro un grupo de amigos “fierro”, así lo llamamos, porque a todos nos une la pasión por los autos. Cuando podemos – y nuestras esposas nos dejan -, vamos a ver algunas carreras que se corren en distintos puntos del país. Nos informamos sobre este deporte tanto a nivel nacional como internacional. Y, siempre hay alguno que se destaca por su habilidad en el armado y preparación de los motores. De él, todos aprendemos. Le debo a esta afición el haber conocido gente y lugares maravillosos.

Hace pocas semanas me pasó algo tan insólito como increíble. De viaje por las sierras de Córdoba, creí reconocer en la vidriera de un negocito de antigüedades perdido entre callecitas
oscuras, una de las cupecitas de mi abuelo Héctor. “Cómo puede ser”, me dije. Entré con el corazón saltándoseme de la boca. Pedí que me la mostraran y comprobé que sí, que ¡era una de aquellas que había tallado mi abuelo para mí! Y que, por un acto de justicia, volvía a mí. Obviamente, sin dudar, la compré. La contemplé orgulloso y satisfecho. La contemplé con el mismo orgullo con que la contemplo en este mismo instante: es verde aceituna, hermosa, en su trompa está pintada una llamarada roja y dorada que sube hacia el parabrisas, junto a una inscripción que dice “Gema” y, más abajo, “Dodge”. Lleva el número 7. También aparecen las marcas de otros patrocinadores: Ranser, Shell, Rectificaciones Coppi Placci y Cía. Y lo más importante, junto a “Venado Tuerto”, figura un nombre glorioso para mí: “MARCOS CIANI”.

Araceli Casagrande

Febrero, 2008 

martes, 16 de agosto de 2016

El tío Agustín
El día anterior organizábamos su bienvenida. Los tres: mis hermanos y yo sorteábamos, en presencia de la abuela Felicidad, el lugar de quien se sentaría al lado del tío durante el primer almuerzo o la primera cena el día de su llegada. Casi siempre anunciaba su visita para dos o tres días antes de la Navidad o el Año Nuevo. Verlo bajar del tren, abrazarlo con la misma sensación de quien abraza a un abuelo, alivianarlo físicamente tomando su sombrero, su pequeña valija y dos o tres paquetes envueltos en papel de estraza y atados con hilo zigzag era para nosotros un honor. Por eso, también, nos disputábamos estos servicios.
Era el “Benjamín” de la familia, sin embargo recibió el nombre de Agustín en honor al santo maestro de la Iglesia Católica, que tanta luz había traído a los devotos feligreses entre los que se contaban como los más fervientes, mis bisabuelos Cándida y Sebastián. Esta, aún con los dolores del posparto, le había recordado a su esposo, con gran insistencia, el nombre acordado meses atrás: “Se llamará Agustín, no te olvides”.
La tía Josefa y mi abuela Felicidad, como ya he contado, vinieron jóvenes a la Argentina. El tío Agustín fue el único que se quedó en la Madre Patria junto a sus padres. Tal vez, por ser el menor, lo consideraron muy pequeño para aventurarse en estas tierras más allá del Atlántico. Pero, fiel al llamado de la sangre, ya viudo con un niño de apenas cinco años, se embarcó rumbo a este país y no dudó en buscar contención familiar junto a sus hermanas que muchos años antes ya habían formado sus familias y se habían afincado una en Buenos Aires y la otra – mi abuela -, en Benjamín Gould.
Consideró que iba a tener más oportunidades laborales en la Capital, y no se equivocó. Como pudo, instalado ya en un pequeño departamento de un solo ambiente educó a su único hijo “Agustincito”, quien pudo graduarse como profesor de Educación Física . Trabajó en cuanto lugar le ofrecieran. Era de corta estatura pero de larga inteligencia por lo que pudo ocupar un importante puesto administrativo hasta el día de su jubilación en un pujante club de barrio que ya prometía “River Plate”. Su inquietud y curiosidad innatas, virtudes heredadas de los Vázquez (apellido paterno), lo vincularon rápidamente con los profesionales de la mencionada institución de quien supo ganarse su respeto, amistad y confianza. Es así como, a los casi cuarenta años, confirmó su predilección por el agua convirtiéndose en un gran nadador. Compitió en la categoría “veteranos” en varias oportunidades obteniendo importantes trofeos y medallas que mis hermanos y yo admirábamos con devoción cada vez que íbamos, con la abuela Felicidad, a visitarlo a Buenos Aires.
Su simpatía, el hecho de que nos tratara como a los nietos que no tenía y que nunca habría de tener, y esta habilidad, la natación, sumado a un montón más de cualidades que el tío tenía y a las que más adelante me referiré, justificaban nuestra fascinación por su persona. 
Pasada la Navidad y el Año Nuevo, en las que degustábamos el delicioso banquete que preparaban mamá y la abuela y las novedosas confituras que nos había traído el tío en uno de esos paquetes de papel de estraza, comenzaba la temporada veraniega de pileta en el tanque del tío Arol. Durante las calurosas siestas de enero sólo se nos tenía permitido entrar al natatorio bajo la presencia de un adulto. Cuando llegaba el tío Agustín, con sus jóvenes 76,78 u 80 años a cuestas, él se transformaba en nuestro acceso seguro, por eso creo que lo esperábamos con tanta ansiedad.
Y ni qué hablar de sus virtudes culinarias. Era experto en “roscón”, así lo llamaba a una especie de bizcochuelo bien batido que él mismo preparaba con sus propias manos. Ya mamá le había comprado un bol de loza con una sola asa (yo lo conservo) y un batidor de alambre bien grande. Con sus manitas regordetas daba que daba vueltas con el batidor a los seis u ocho huevos que mezclaba con azúcar. Las meriendas con ese roscón bien infladito llenaban de dulzuras nuestras tardes hambrientas, después de tres o cuatro horas de pileta.
Mi abuela Felicidad, su hermana, lo mimaba y consentía como lo que era: su hermanito. Jugaban al chinchón a la tardecita en el patio de casa o en el de la tía Jesusa ( otro personaje de la familia que merece biografía aparte), los días de lluvia nos hacían tortas fritas. De esta manera, la abuela y el tío aprovechaban a probarlas sin culpa, ya que el médico se las tenía vedadas a ambos a causa del colesterol que ya empezaba a ser mala noticia en aquellos tiempos.
Cuando alguna peña masculina del pueblo organizaba un asado, allá iba tío Agustín como invitado especial. Recuerdo verlo partir de casa algún sábado de verano junto a papá, portando las bolsitas contendoras del juego de plato, tenedor, cuchillo y vaso que les preparaba mamá.
No puedo acordarme de quién apodó a Agustín “Magiclick”, inspirado en una publicidad televisiva cuyo eslogan rezaba: “dura 104 años”. Y bien que se lo merecía, ya que resultó ser un longevo: murió a los 91 años, una fría tarde de julio, en un hogar de día para ancianos. 
Hoy yo, a los casi 50 años, lo evoco con profunda gratitud ya que, gracias a él, aprendí a nadar y a amar el agua, nuestro primer líquido vital. Mi tío Agustín vive dentro de mí, se me cuela entre brazada y brazada cada vez que atravieso la pileta haciendo los tantos largos que me indica la profesora.
Lo traigo a mi memoria en el momento en que lleno el bol de loza amarillo para hacer una torta o cuando trato de repetir a mis hijos, lo más fielmente posible, aquel trabalenguas que el tío recitaba junto a mi abuela para agregarle más emoción a nuestros juegos: “debajo del puente de Guadalajara había un conejillo que nadaba por debajo del agua. Tomé una teja, le di en la oreja, si no fuera por el tío Juan que me dijo ‘déjalo, déjalo’, que lo mataba hombre, que lo mataba”.
En fin, tío Agustín sigue metido en mi vida como el primer día. Nació conmigo y, como todos mis afectos está en mí. 
Estoy segura de que las ansias de inmortalizar, algún gen heredado de este tío maravilloso, y la gran necesidad de recuperar el sabor dulcísimo de un abuelo me permiten hoy evocarlo con tanto amor.

Araceli Casagrande, 2013
El sabor del amor

La abuela Felicidad es la mamá de mi mamá, vino de España a los 15 años. Su hermana Josefa  - que ya había venido antes -, le había prometido que, cuando consiguiera un trabajo y lograra instalarse, buscaría algo para ella y la mandaría a llamar para que viniese a la Argentina.
Josefa consiguió empleo de mucama cama adentro en una casa de ricos, en un barrio porteño muy pituco.
A los cuatro meses de trabajar allí, se enteró de que necesitaban una ayudante de cocina, alguien que se ocupara de lavar la vajilla y de hacer las compras. Ese fue el puesto que ocupó mi abuela Felicidad.
Su curiosidad innata la llevó a superarse y así pasó de lavaplatos a auxiliar de cocina. Allí conoció los sabores, las texturas y los olores de la cocina internacional. Sabía de platos franceses e italianos, aumentó los conocimientos de la cocina española y, aunque nunca pudo ser la jefa de cocina en aquella casa, sí lo fue en la propia.
Mi abuela cocinaba como los dioses, era insuperable. Con poco hacía mucho. De los ingredientes más austeros y sencillos lograba una comida exquisita. Para ella la cocina era un arte y con su creatividad hacía que todos los comensales gozaran de una mesa bien servida. Además había aprendido allí, en la mansión de los ricos, qué mantel era el apropiado: siempre debía estar impecable y perfectamente planchado, lo mejor era que fuera de lino blanco o marfil. Si era para un almuerzo podía ser de color, pero claro. La servilleta, para las ocasiones especiales, tenía que tener un tamaño de 60 x 60 centímetros por considerarse más elegante y se debía colocar doblada en forma de rectángulo o triángulo a la izquierda o encima del plato. Jamás imitando formas de pájaros o flores, ni tampoco colocadas dentro de la copa. ¡Había que respetar el protocolo!
Obviamente, también había aprendido qué vino era el adecuado para cada celebración: jerez para el consomé; vino blanco, para el pescado; tinto, para las carnes y champán o cava, para los postres.
Todos estos conocimientos de buena mesa mi abuela Felicidad los fue impartiendo en su única hija mujer, Araceli, mi mamá. Lo hacía con tanta pasión que también mamá respetaba todos estos rituales en las fechas especiales: Navidad, Pascuas, cumpleaños o cuando teníamos una visita “importante”.
Ya desde niñas, a mi hermana, Marita, y a mí nos enseñaban a disponer adecuadamente las copas sobre la mesa, las que debían responder al orden en que se iban a consumir los vinos: de izquierda a derecha, la más pequeña para el vino blanco o el dulce; luego la mediana, para el tinto; la más grande, para el agua, soda o gaseosa. La de champán, la alargadita flaca, se colocaba después de la de agua y un poco desplazada hacia el centro de la mesa.
En cuanto al menú, recuerdo que también mamá lo consensuaba con la abuela. En esas fechas habitualmente había una entrada ligera como para ir tranquilizando el estómago; un primer plato, por lo general en base a pescado o pollo; y un segundo plato, el principal, más fuerte con carne de vaca y abundantes guarniciones. Del postre se encargaba mamá. Ella era la especialista pues había cursado su secundario en una escuela de oficios donde le enseñaban, casi a nivel científico, todas las tareas domésticas; incluidas en ellas, la atención de los hijos (Puericultura).
Pero, volviendo a mi abuela, quiero detenerme en uno de esos primeros platos que servía con tanto amor, porque allí, en ese condimento tan especial, el amor, radicaba el secreto de todos sus sabores. ¿Cuál era el plato? “Coquillas o conchillas o conchas de mar”. Así se llamaba al plato porque la preparación era contenida en el caparazón de una ostra de mar. Tanto mi abuela como mi mamá preparaban el contenido de la siguiente manera: hervían pescado o, en su defecto, pollo con ricas verduras (ajo puerro, cebolla, zanahoria, zapallo, pimiento, etc.) para que le dieran buen sabor. Luego desmenuzaban la carne o la picaban muy finamente. Aparte, en una sartén, saltaban – preferentemente en aceite de oliva – cebolla de verdeo y morrones bien picaditos. Una vez tiernizado todo, agregaban a esto el pollo o el pescado. Salpimentaban y unían con salsa blanca bastante líquida o crema de leche con almidón de maíz. Esta pasta era colocada en estos caparazones, espolvoreada con queso rallado o perejil picado y, finalmente se gratinaban a horno bien caliente antes de servir. Realmente, una delicia.
Cuando falleció mamá nos dejó entre su maravilloso legado de amor - reflejado en gestos, actitudes, palabras, sabiduría de vida, fe infinita en Dios – aquellas recetas de cocina que también heredó de su madre, la abuela Felicidad.
A pocos días de su partida, mientras ordenábamos la casa de mamá, encontramos una caja que contenía cuarenta y dos de estas adoradas coquillas: grandes, medianas y chicas. En ese instante aparecieron también nuestros momentos de infancia: recibíamos las coquillas del tamaño proporcional a la edad que teníamos. ¡Cuántos recuerdos maravillosos revivimos! Inmediatamente, nos las repartimos: veintiuna para cada una. Nos juramos que no habríamos de perder la receta.
La primera Pascua sin mamá nos reunimos a comer la familia de mi hermana y la mía propia. Fuimos doce comensales en total. Para que también mamá y la abuela participaran de esta mesa unimos nuevamente las cuarenta y dos coquillas y las preparamos de pollo, tal como la aprendimos. Para acompañarlas elaboramos además una receta heredada de los bisabuelos españoles: empanada gallega.
Lo cierto es que todos: grandes, medianos y chicos; hijos, primos, maridos, cuñados disfrutamos de una mesa especial, llena de Felicidad, como la abuela, que vino a estas tierras para forjarse un futuro mejor que el que le proponía su Patria.
La alegría de nuestros hijos, la emoción de nuestros corazones memoriosos, el clima de familia, el calor de hogar y los paladares satisfechos de aquel día confirmaron que había valido la pena ese destierro.

Araceli Casagrande, 2012