Tu río,
mi mar,
nuestro amor alborotado
entre peces y caracolas
que lastiman.
Gigantes margaritas
descubren un páramo rellenito y placentero
lleno de ternura suavecita.
Entonces...
veo el puente, claro, clarísimo;
lo cruzo silenciosa para abrazarte
para retenerte, aunque sea,
un poquito.
Y después... y después, hijo querido,
dejarte ir nuevamente.
Araceli Casagrande, 21/10/16
Contiene textos propios e información que he recopilado durante varios años y que sigo recopilando de diferentes fuentes.
Archivo del blog
lunes, 24 de octubre de 2016
sábado, 8 de octubre de 2016
EL HADA DE LAS NOVIAS
Año 1974
Creo en las
hadas. Puedo asegurar que existen. En mi casa vive una. Es amable y servicial.
De profundos ojos verdes, pelo dorado y voz cautivadora. No tiene alas ni
varita. Su polvo mágico es la ternura, inagotable.
Se levanta
tempranito, antes que todos nosotros. Nos prepara el desayuno, nos despierta y
con la dulzura de un ser de luz, nos alista para ir a la escuela. Cuando
partimos hacia nuestras obligaciones de rutina, ella se instala en su taller. Como
la famosa Campanita, es un hada artesana. Y, aún sin alas, tiene el poder de
volar. El genio de la creatividad la habita todos los días, pues ella
transforma un simple trozo de tela en un objeto maravilloso. ¡Es que es un hada
de alta costura!
Ahora voy a
referirme a uno de esos días especiales: “el de la novia”. No se trata de una
efeméride en un almanaque; es el día en que se casa alguna novia del pueblo.
Puede ser Carmencita, Alicia, Esther, Marta o Norma. Da lo mismo, pero el día
en que ella debe vestir a esa novia, es especial, pues mi casa se llena de
magia.
El comedor
se transforma, así de repente, en: sala de SPA, taller de planchado, de
terminaciones y detalles y en una especie de consultorio psicológico. Una
reposera forrada de un blanco inmaculado opera de diván. En el tocadiscos Ken
Brown, la púa transita los surcos del disco de pasta de los más hermosos y
románticos valses vieneses. Un aroma a jazmines recién cortados o a rosas
inunda la habitación. Es que esta hada tiene la magia de activar ¡todos los
sentidos!
Cita a la
novia dos o tres horas antes de la ceremonia religiosa, dependiendo esto del
trabajo de último momento que requiere el modelo del vestido. A veces hay que
hacer retoques en el cinturón porque, de los nervios, la novia ha adelgazado o…
engordado. Otras, hay que agregar mostacillas o lentejuelas en el cuello, o
flores de tul en la muñeca, o... En fin. Lo cierto es que apenas llega la
candidata, ella sale a su encuentro con un abrazo, un beso y una sonrisa. Luego
la recuesta sobre la reposera, le pide que se relaje, que respire hondo y que
piense en cosas lindas. Del termo ya preparado, vuelca un sabroso té de tilo en
una taza que le ofrece con cortesía. Mi hermana y yo, asomadas apenas,
disfrutamos del espectáculo hasta que se nos pide que no hagamos ruido porque “la novia tiene que descansar”. Entonces
“nuestra Campanita” coloca en cada ojo de la futura señora un pompón de algodón
embebido en agua helada. “Hoy tu mirada
tiene que brillar más que nunca”, le dice.
Mientras
tanto, plancha alguna parte de la blanquísima prenda, ultima detalles y hace
retoques en el tocado y ramo. Porque, por supuesto, ella también los ha
confeccionado. Según la demanda, pueden ser de tela o naturales. El hada se
adapta a las circunstancias, la estación del año, la moda y el presupuesto. Si
de naturaleza se trata, sus herramientas pueden ser calas, margaritas,
jazmines, helechos, gerberas, camelias, lisianthus, claveles, lo que haya en su jardín o en el de
algún generoso jardinero del barrio. Y como ama las gipsófilas, que en el
pueblo no se consiguen, se las ingenia para adquirirlas con tiempo en la ciudad
porque “van con todo y duran mucho”,
dice.
En alguna de
esas ocasiones, quizá de otro ritual semejante, la veo muy concentrada y eso me
permite llegar sin problemas hasta la cocina que queda en la habitación
contigua. Puedo abrir el congelador sigilosamente para observar con
tranquilidad el ramo y la coronita de coloridas flores enlazadas con cintas de
organza y tafeta que ha terminado a la tarde y colocado en el refrigerador para
que no se marchiten. Logro tocarlas atrevidamente un poquito y contemplarlas
unos segundos con la emoción de quien ve algo sublime.
La mayoría
de las veces, la novia ha contratado a una peluquera que la va peinando antes
de colocar el vestido. De manicura y maquilladora hacen nuestra hada o alguna
amiga que llega en la última hora. El tiempo que resta no se pierde, se
capitaliza. El hada hechiza a la novia con sus bondadosos consejos: “bajá tranquila del auto”, “no te apresures,
así acomodo bien el tul”, “caminá con la cabeza erguida y una sonrisa en los
labios”. Ella sabe que la decisión ya está tomada y no hay lugar para otros
consejos, pero si la ocasión lo amerita, suele hablar desde su experiencia
personal: “yo me casé para toda la vida”,
“el matrimonio siempre es de a dos”, “no hay ganancia sin pérdidas”. No
entiendo muy bien qué significa todo ello, pero el hada lo dice en un tono tan
afable y positivo que todo me parece una delicia.
Llega el
auto que la llevará hasta la iglesia, el hada se apronta, debe allanarle el
camino hacia el altar. En otro auto, vamos mi abuela, mi hermano, mi hermana y
yo. Papá conduce.
Nos bajamos,
todo el pueblo está de fiesta. Una alfombra roja y ramitos de hortensias o margaritas
visten de gala la capilla. Un vocerío se aplaca cuando el Valiant 4 azul con un
gigante moño blanco sobre el techo se detiene frente a la puerta. Baja la
novia, el hada, nuestra hada, mi mamá, se baja detrás de ella.
Año 2016
La leyenda
afirma que las hadas sólo sobreviven si la gente no deja de creer que existen.
El mismo Peter Pan llama a los niños dormidos del mundo para que crean en
ellas.
Mi niña
interior no se ha dormido. Han pasado ya más de cuarenta años. Hace casi cinco
que mi mamá no está en este mundo. Sin embargo, yo sigo creyendo en ella. Mi
hada de las novias no ha muerto.
Araceli Casagrande
Octubre, 2016
jueves, 8 de septiembre de 2016
HERENCIA
Recién llegado desde mi pueblito
natal y con escasos ocho años, esa casa de la avenida Marconi al 700 ejercía en
mí un poder de fascinación tan grande como ninguna otra de Venado Tuerto.
A decir verdad, la casa era hermosa;
pero ni por su magnitud, ni por su belleza suscitaba en mí especial atención;
sino por las palabras que dirigía mi padre a mi madre y a mi hermano mayor cada
vez que pasábamos frente a ella.
Mi hermanita y yo, colgados de la
luneta del Falcon azul, mirábamos extasiados hacia esa puerta que nunca se
abría.
Antes de venir a vivir a Venado, mi
abuelo materno – gran mecánico, al que pude disfrutar por poco tiempo, a raíz
de una terrible enfermedad que lo llevó de este mundo bastante joven – era fanático
del Turismo Carretera. Tenía una caja de botas, grande, llena de recortes,
volantes, artículos, y de todo cuanto a este deporte se refiera.
La guardaba como un gran tesoro en
uno de los estantes del taller. Y, cuando llegaba a visitarlo algún cliente
fana como él, desempolvaba aquel “cofre” y compartía las fotos y los escritos
de aquellas páginas.
El abuelo murió cuando yo tenía siete
años, un año antes de que nos trasladáramos a esta ciudad, los pagos de mi
papá. Como el galpón donde él trabajaba quedaba patio de por medio de mi casa,
desde muy pequeño me pasaba muchas tardes y muchas horas jugando con mi hermano
y mis primos muy cerca de allí. A ellos les entretenía más el fútbol. Yo, tal
vez por herencia de genes, de sangre, de afecto o no sé de qué, empecé a sentir
una especial atracción por los autos, y sobre todo, por los de carrera. Me
encantaba jugar al automovilismo, soñaba conque era Reutemann, Nicky Lauda o
Andretti; los domingos no me perdía las carreras que, desde temprano, pasaban
por televisión. No entendía mucho, pero me cautivaban aquellas rápidas imágenes
de autos dando vueltas sobre una pista de cemento y la bajada de aquella
bandera a cuadritos en negro y blanco, cuando atravesaban la línea de llegada.
Se ve que mi abuelo percibía esta
pasión en mí, y fue así como –en los recreos que tenía o que se hacía – empezó a
fabricarme unos autitos que tallaba en madera, diferentes a los que yo ya tenía.
Los míos eran de metal o de plástico con formas más modernas – semejante a las
de la Ferrari -, propias de la Fórmula 1. Los que él me construía eran más
redondeados, más “regordetes”. Los pintaba de distintos colores: azul,
amarillo, celeste, blanco, verde, rojo…, y con pintura negra colocaba sobre
ellos nombres como: Fangio, Galvez, Ciani, Emiliozzi, entre otros, junto a
marcas que yo ya empezaba a reconocer: Dodge, Chevrolet, Ford.
- Se llaman cupecitas – me dijo un
día – son tuyas, pero cuando termines de jugar, yo te las guardo, así no se
pierden. Y, por un destino ingrato, las cupecitas se perdieron. Ni mi abuela,
ni mis tíos, ni mi mamá supieron qué pasó con ellas.
Tal tristeza provocó
en mí la muerte de mi abuelo, que – por un largo tiempo – no jugué más a las
carreras de autos.
Luego llegó la
mudanza, aparecieron nuevos intereses: iba a vivir en una ciudad grande, en una
casa nueva, cambiaría de colegio, tendría nuevos amigos.
A pesar de que el
cambio me costó, un día conocí a Iván, un re-fanático de los autos. Fue él
quien me devolvió las ganas de jugar a los pilotos.
Una tarde de agosto,
su mamá nos traía en auto – a él y a mí – desde gimnasia. Pasamos por Marconi
al 700 y creí reconocerlo, en la vereda.
- Ahí va Marcos Ciani –
le grité a mi amigo, señalando hacia la izquierda.
- ¿Quién? – me preguntó
sorprendido.
La mamá se me
adelantó, y le explicó que se trataba de un famoso corredor de autos, de otros
tiempos.
- Sí, corría en
Turismo Carretera. Mi abuelo Héctor tenía una caja así de grande – comenté,
separando los brazos exageradamente – con fotos y recortes de todos esos
famosos pilotos. Hasta había hecho con madera algunos de los autos de esos
corredores.
- ¿Me los mostrás
algún día?
- Sí…, pero los
autitos se perdieron. La caja la puede tener mi abuela, si es que no la tiró.
A los quince días
fuimos a pasar un fin de semana a lo de mi abuela. Le pedí, le rogué que me
permitiera hurgar en el galpón-taller de mi abuelo para ver si encontraba la
caja.
- Está todo muy sucio.
- No importa, yo la busco.
Finalmente accedió, y
es así como me sumergí en aquel mundo con olor a tuercas y aceite, que yo tanto
amaba. Casi estaba por desistir, cuando debajo de un montón de trapos
engrasados vi la caja. A pesar de estar llena de tierra y un poco deteriorada,
pude recuperarla.
Hacía de cuenta que había
encontrado un tesoro invalorable. Mi abuela me dio una bolsa grande; y luego de
varias sacudidas trasladé los papeles a ella.
- Ya la tengo – le soplé
a Iván desde mi banco, mientras la maestra explicaba sujeto y predicado.
- ¿A la caja?
Asentí con la cabeza.
- ¡Qué bueno! En el
recreo me contás.
Quedamos con Iván en
vernos en mi casa a las cinco. Cinco menos diez sonó el timbre. La ansiedad de
mi amigo no podía esperar.
- Pasá Iván – le decía
mi mamá, mientras yo iba a su encuentro con la bolsa de recortes en mis manos.
Saludé a mi amigo y lo
invité a pasar al patio. Estuvimos, por lo menos una hora leyendo los artículos
y mirando las fotos. Mi mamá tuvo que llamarnos varias veces para que
entráramos a tomar la leche.
No sé si fue el espíritu
de mi abuelo o qué, pero los dos quedamos fascinados por la historia que
habíamos podido rescatar de aquellos años gloriosos. Todas las tardes nos
reuníamos a contemplar esos rostros en blanco y negro y a leer los epígrafes de
esas fotos.
Un día de esos, Iván
me propuso, desde la creatividad de sus diez años:
- Y… si hacemos los
circuitos de las vueltas que dieron Ciani y sus amigos.
- ¿Cómo?
- Traeme una tiza.
Desde la caja de tizas de mi hermana
extraje varias, de distintos colores. Mi amigo tomó una azul y comenzó a
garabatear el mapa de Argentina sobre los mosaicos del patio.
- ¿No tenés un atlas?
Le pedimos a mi hermano mayor que nos
ayudara a ubicar las localidades que nos interesaban; y así, sobre el mapa, en
rojo, en amarillo, en naranja, íbamos dibujando de a uno los circuitos: el de
las 1000 Millas de Avellaneda, el del Gran Premio de las “Heladeras Star”, el
de la Vuelta de Santa Fe, el de la Vuelta de Olavarría, de Necochea, entre
otros.
Al día siguiente, a mí se me ocurrió
disfrazar nuestros autitos de colección de cupecitas. Y así empezaban las
carreras. Por meses, renovábamos diariamente este ritual. Dábamos vida, por la
magia del juego, a toda una historia que, para muchos, ya era leyenda.
Acababa de cumplir once años, -
recuerdo que faltaba muy poco para que terminaran las clases – iba caminando
por Marconi, desde Castelli hacia la plaza San Martín cuando lo vi. Corrí hacia
ese señor mayor casi calvo. Le toqué la espalda.
- ¿Usted es Marcos Ciani? ¿No? – le pregunté
emocionadísimo.
- Sí – me contestó entre tierno y
parco. Lo abracé en la cintura y apoye mi cabeza sobre su abdomen.
- Quería conocerlo.
Me acarició el pelo y me contestó con
la simpleza que lo caracterizaba:
- Viste, pibe, ya me conociste.
Subió a un auto. Lo miré, hasta que
se perdió al doblar la Belgrano. A pesar de la fugacidad del encuentro, yo
estaba feliz. Era suficiente: lo había abrazado. Y, por primera vez, tenía un
ídolo.
Desde ese entonces concebí como
principal hobby al automovilismo. Actualmente integro un grupo de amigos “fierro”,
así lo llamamos, porque a todos nos une la pasión por los autos. Cuando podemos
– y nuestras esposas nos dejan -, vamos a ver algunas carreras que se corren en
distintos puntos del país. Nos informamos sobre este deporte tanto a nivel
nacional como internacional. Y, siempre hay alguno que se destaca por su
habilidad en el armado y preparación de los motores. De él, todos aprendemos.
Le debo a esta afición el haber conocido gente y lugares maravillosos.
Hace pocas semanas me pasó algo tan
insólito como increíble. De viaje por las sierras de Córdoba, creí reconocer en
la vidriera de un negocito de antigüedades perdido entre callecitas
oscuras,
una de las cupecitas de mi abuelo Héctor. “Cómo puede ser”, me dije. Entré con
el corazón saltándoseme de la boca. Pedí que me la mostraran y comprobé que sí,
que ¡era una de aquellas que había tallado mi abuelo para mí! Y que, por un
acto de justicia, volvía a mí. Obviamente, sin dudar, la compré. La contemplé
orgulloso y satisfecho. La contemplé con el mismo orgullo con que la contemplo
en este mismo instante: es verde aceituna, hermosa, en su trompa está pintada
una llamarada roja y dorada que sube hacia el parabrisas, junto a una
inscripción que dice “Gema” y, más abajo, “Dodge”. Lleva el número 7. También
aparecen las marcas de otros patrocinadores: Ranser, Shell, Rectificaciones
Coppi Placci y Cía. Y lo más importante, junto a “Venado Tuerto”, figura un
nombre glorioso para mí: “MARCOS CIANI”.
Araceli Casagrande
Febrero, 2008
martes, 16 de agosto de 2016
El tío Agustín
El día anterior organizábamos su bienvenida. Los tres: mis hermanos y yo sorteábamos, en presencia de la abuela Felicidad, el lugar de quien se sentaría al lado del tío durante el primer almuerzo o la primera cena el día de su llegada. Casi siempre anunciaba su visita para dos o tres días antes de la Navidad o el Año Nuevo. Verlo bajar del tren, abrazarlo con la misma sensación de quien abraza a un abuelo, alivianarlo físicamente tomando su sombrero, su pequeña valija y dos o tres paquetes envueltos en papel de estraza y atados con hilo zigzag era para nosotros un honor. Por eso, también, nos disputábamos estos servicios.
Era el “Benjamín” de la familia, sin embargo recibió el nombre de Agustín en honor al santo maestro de la Iglesia Católica, que tanta luz había traído a los devotos feligreses entre los que se contaban como los más fervientes, mis bisabuelos Cándida y Sebastián. Esta, aún con los dolores del posparto, le había recordado a su esposo, con gran insistencia, el nombre acordado meses atrás: “Se llamará Agustín, no te olvides”.
La tía Josefa y mi abuela Felicidad, como ya he contado, vinieron jóvenes a la Argentina. El tío Agustín fue el único que se quedó en la Madre Patria junto a sus padres. Tal vez, por ser el menor, lo consideraron muy pequeño para aventurarse en estas tierras más allá del Atlántico. Pero, fiel al llamado de la sangre, ya viudo con un niño de apenas cinco años, se embarcó rumbo a este país y no dudó en buscar contención familiar junto a sus hermanas que muchos años antes ya habían formado sus familias y se habían afincado una en Buenos Aires y la otra – mi abuela -, en Benjamín Gould.
Consideró que iba a tener más oportunidades laborales en la Capital, y no se equivocó. Como pudo, instalado ya en un pequeño departamento de un solo ambiente educó a su único hijo “Agustincito”, quien pudo graduarse como profesor de Educación Física . Trabajó en cuanto lugar le ofrecieran. Era de corta estatura pero de larga inteligencia por lo que pudo ocupar un importante puesto administrativo hasta el día de su jubilación en un pujante club de barrio que ya prometía “River Plate”. Su inquietud y curiosidad innatas, virtudes heredadas de los Vázquez (apellido paterno), lo vincularon rápidamente con los profesionales de la mencionada institución de quien supo ganarse su respeto, amistad y confianza. Es así como, a los casi cuarenta años, confirmó su predilección por el agua convirtiéndose en un gran nadador. Compitió en la categoría “veteranos” en varias oportunidades obteniendo importantes trofeos y medallas que mis hermanos y yo admirábamos con devoción cada vez que íbamos, con la abuela Felicidad, a visitarlo a Buenos Aires.
Su simpatía, el hecho de que nos tratara como a los nietos que no tenía y que nunca habría de tener, y esta habilidad, la natación, sumado a un montón más de cualidades que el tío tenía y a las que más adelante me referiré, justificaban nuestra fascinación por su persona.
Pasada la Navidad y el Año Nuevo, en las que degustábamos el delicioso banquete que preparaban mamá y la abuela y las novedosas confituras que nos había traído el tío en uno de esos paquetes de papel de estraza, comenzaba la temporada veraniega de pileta en el tanque del tío Arol. Durante las calurosas siestas de enero sólo se nos tenía permitido entrar al natatorio bajo la presencia de un adulto. Cuando llegaba el tío Agustín, con sus jóvenes 76,78 u 80 años a cuestas, él se transformaba en nuestro acceso seguro, por eso creo que lo esperábamos con tanta ansiedad.
Y ni qué hablar de sus virtudes culinarias. Era experto en “roscón”, así lo llamaba a una especie de bizcochuelo bien batido que él mismo preparaba con sus propias manos. Ya mamá le había comprado un bol de loza con una sola asa (yo lo conservo) y un batidor de alambre bien grande. Con sus manitas regordetas daba que daba vueltas con el batidor a los seis u ocho huevos que mezclaba con azúcar. Las meriendas con ese roscón bien infladito llenaban de dulzuras nuestras tardes hambrientas, después de tres o cuatro horas de pileta.
Mi abuela Felicidad, su hermana, lo mimaba y consentía como lo que era: su hermanito. Jugaban al chinchón a la tardecita en el patio de casa o en el de la tía Jesusa ( otro personaje de la familia que merece biografía aparte), los días de lluvia nos hacían tortas fritas. De esta manera, la abuela y el tío aprovechaban a probarlas sin culpa, ya que el médico se las tenía vedadas a ambos a causa del colesterol que ya empezaba a ser mala noticia en aquellos tiempos.
Cuando alguna peña masculina del pueblo organizaba un asado, allá iba tío Agustín como invitado especial. Recuerdo verlo partir de casa algún sábado de verano junto a papá, portando las bolsitas contendoras del juego de plato, tenedor, cuchillo y vaso que les preparaba mamá.
No puedo acordarme de quién apodó a Agustín “Magiclick”, inspirado en una publicidad televisiva cuyo eslogan rezaba: “dura 104 años”. Y bien que se lo merecía, ya que resultó ser un longevo: murió a los 91 años, una fría tarde de julio, en un hogar de día para ancianos.
Hoy yo, a los casi 50 años, lo evoco con profunda gratitud ya que, gracias a él, aprendí a nadar y a amar el agua, nuestro primer líquido vital. Mi tío Agustín vive dentro de mí, se me cuela entre brazada y brazada cada vez que atravieso la pileta haciendo los tantos largos que me indica la profesora.
Lo traigo a mi memoria en el momento en que lleno el bol de loza amarillo para hacer una torta o cuando trato de repetir a mis hijos, lo más fielmente posible, aquel trabalenguas que el tío recitaba junto a mi abuela para agregarle más emoción a nuestros juegos: “debajo del puente de Guadalajara había un conejillo que nadaba por debajo del agua. Tomé una teja, le di en la oreja, si no fuera por el tío Juan que me dijo ‘déjalo, déjalo’, que lo mataba hombre, que lo mataba”.
En fin, tío Agustín sigue metido en mi vida como el primer día. Nació conmigo y, como todos mis afectos está en mí.
Estoy segura de que las ansias de inmortalizar, algún gen heredado de este tío maravilloso, y la gran necesidad de recuperar el sabor dulcísimo de un abuelo me permiten hoy evocarlo con tanto amor.
El día anterior organizábamos su bienvenida. Los tres: mis hermanos y yo sorteábamos, en presencia de la abuela Felicidad, el lugar de quien se sentaría al lado del tío durante el primer almuerzo o la primera cena el día de su llegada. Casi siempre anunciaba su visita para dos o tres días antes de la Navidad o el Año Nuevo. Verlo bajar del tren, abrazarlo con la misma sensación de quien abraza a un abuelo, alivianarlo físicamente tomando su sombrero, su pequeña valija y dos o tres paquetes envueltos en papel de estraza y atados con hilo zigzag era para nosotros un honor. Por eso, también, nos disputábamos estos servicios.
Era el “Benjamín” de la familia, sin embargo recibió el nombre de Agustín en honor al santo maestro de la Iglesia Católica, que tanta luz había traído a los devotos feligreses entre los que se contaban como los más fervientes, mis bisabuelos Cándida y Sebastián. Esta, aún con los dolores del posparto, le había recordado a su esposo, con gran insistencia, el nombre acordado meses atrás: “Se llamará Agustín, no te olvides”.
La tía Josefa y mi abuela Felicidad, como ya he contado, vinieron jóvenes a la Argentina. El tío Agustín fue el único que se quedó en la Madre Patria junto a sus padres. Tal vez, por ser el menor, lo consideraron muy pequeño para aventurarse en estas tierras más allá del Atlántico. Pero, fiel al llamado de la sangre, ya viudo con un niño de apenas cinco años, se embarcó rumbo a este país y no dudó en buscar contención familiar junto a sus hermanas que muchos años antes ya habían formado sus familias y se habían afincado una en Buenos Aires y la otra – mi abuela -, en Benjamín Gould.
Consideró que iba a tener más oportunidades laborales en la Capital, y no se equivocó. Como pudo, instalado ya en un pequeño departamento de un solo ambiente educó a su único hijo “Agustincito”, quien pudo graduarse como profesor de Educación Física . Trabajó en cuanto lugar le ofrecieran. Era de corta estatura pero de larga inteligencia por lo que pudo ocupar un importante puesto administrativo hasta el día de su jubilación en un pujante club de barrio que ya prometía “River Plate”. Su inquietud y curiosidad innatas, virtudes heredadas de los Vázquez (apellido paterno), lo vincularon rápidamente con los profesionales de la mencionada institución de quien supo ganarse su respeto, amistad y confianza. Es así como, a los casi cuarenta años, confirmó su predilección por el agua convirtiéndose en un gran nadador. Compitió en la categoría “veteranos” en varias oportunidades obteniendo importantes trofeos y medallas que mis hermanos y yo admirábamos con devoción cada vez que íbamos, con la abuela Felicidad, a visitarlo a Buenos Aires.
Su simpatía, el hecho de que nos tratara como a los nietos que no tenía y que nunca habría de tener, y esta habilidad, la natación, sumado a un montón más de cualidades que el tío tenía y a las que más adelante me referiré, justificaban nuestra fascinación por su persona.
Pasada la Navidad y el Año Nuevo, en las que degustábamos el delicioso banquete que preparaban mamá y la abuela y las novedosas confituras que nos había traído el tío en uno de esos paquetes de papel de estraza, comenzaba la temporada veraniega de pileta en el tanque del tío Arol. Durante las calurosas siestas de enero sólo se nos tenía permitido entrar al natatorio bajo la presencia de un adulto. Cuando llegaba el tío Agustín, con sus jóvenes 76,78 u 80 años a cuestas, él se transformaba en nuestro acceso seguro, por eso creo que lo esperábamos con tanta ansiedad.
Y ni qué hablar de sus virtudes culinarias. Era experto en “roscón”, así lo llamaba a una especie de bizcochuelo bien batido que él mismo preparaba con sus propias manos. Ya mamá le había comprado un bol de loza con una sola asa (yo lo conservo) y un batidor de alambre bien grande. Con sus manitas regordetas daba que daba vueltas con el batidor a los seis u ocho huevos que mezclaba con azúcar. Las meriendas con ese roscón bien infladito llenaban de dulzuras nuestras tardes hambrientas, después de tres o cuatro horas de pileta.
Mi abuela Felicidad, su hermana, lo mimaba y consentía como lo que era: su hermanito. Jugaban al chinchón a la tardecita en el patio de casa o en el de la tía Jesusa ( otro personaje de la familia que merece biografía aparte), los días de lluvia nos hacían tortas fritas. De esta manera, la abuela y el tío aprovechaban a probarlas sin culpa, ya que el médico se las tenía vedadas a ambos a causa del colesterol que ya empezaba a ser mala noticia en aquellos tiempos.
Cuando alguna peña masculina del pueblo organizaba un asado, allá iba tío Agustín como invitado especial. Recuerdo verlo partir de casa algún sábado de verano junto a papá, portando las bolsitas contendoras del juego de plato, tenedor, cuchillo y vaso que les preparaba mamá.
No puedo acordarme de quién apodó a Agustín “Magiclick”, inspirado en una publicidad televisiva cuyo eslogan rezaba: “dura 104 años”. Y bien que se lo merecía, ya que resultó ser un longevo: murió a los 91 años, una fría tarde de julio, en un hogar de día para ancianos.
Hoy yo, a los casi 50 años, lo evoco con profunda gratitud ya que, gracias a él, aprendí a nadar y a amar el agua, nuestro primer líquido vital. Mi tío Agustín vive dentro de mí, se me cuela entre brazada y brazada cada vez que atravieso la pileta haciendo los tantos largos que me indica la profesora.
Lo traigo a mi memoria en el momento en que lleno el bol de loza amarillo para hacer una torta o cuando trato de repetir a mis hijos, lo más fielmente posible, aquel trabalenguas que el tío recitaba junto a mi abuela para agregarle más emoción a nuestros juegos: “debajo del puente de Guadalajara había un conejillo que nadaba por debajo del agua. Tomé una teja, le di en la oreja, si no fuera por el tío Juan que me dijo ‘déjalo, déjalo’, que lo mataba hombre, que lo mataba”.
En fin, tío Agustín sigue metido en mi vida como el primer día. Nació conmigo y, como todos mis afectos está en mí.
Estoy segura de que las ansias de inmortalizar, algún gen heredado de este tío maravilloso, y la gran necesidad de recuperar el sabor dulcísimo de un abuelo me permiten hoy evocarlo con tanto amor.
Araceli Casagrande, 2013
El sabor del amor
La abuela Felicidad es la mamá de mi mamá, vino de España
a los 15 años. Su hermana Josefa - que
ya había venido antes -, le había prometido que, cuando consiguiera un trabajo
y lograra instalarse, buscaría algo para ella y la mandaría a llamar para que
viniese a la Argentina.
Josefa consiguió empleo de mucama cama adentro en una
casa de ricos, en un barrio porteño muy pituco.
A los cuatro meses de trabajar allí, se enteró de que
necesitaban una ayudante de cocina, alguien que se ocupara de lavar la vajilla
y de hacer las compras. Ese fue el puesto que ocupó mi abuela Felicidad.
Su curiosidad innata la llevó a superarse y así pasó de
lavaplatos a auxiliar de cocina. Allí conoció los sabores, las texturas y los
olores de la cocina internacional. Sabía de platos franceses e italianos,
aumentó los conocimientos de la cocina española y, aunque nunca pudo ser la
jefa de cocina en aquella casa, sí lo fue en la propia.
Mi abuela cocinaba como los dioses, era insuperable. Con
poco hacía mucho. De los ingredientes más austeros y sencillos lograba una
comida exquisita. Para ella la cocina era un arte y con su creatividad hacía
que todos los comensales gozaran de una mesa bien servida. Además había
aprendido allí, en la mansión de los ricos, qué mantel era el apropiado:
siempre debía estar impecable y perfectamente planchado, lo mejor era que fuera
de lino blanco o marfil. Si era para un almuerzo podía ser de color, pero
claro. La servilleta, para las ocasiones especiales, tenía que tener un tamaño
de 60 x 60 centímetros por considerarse más elegante y se debía colocar doblada
en forma de rectángulo o triángulo a la izquierda o encima del plato. Jamás
imitando formas de pájaros o flores, ni tampoco colocadas dentro de la copa.
¡Había que respetar el protocolo!
Obviamente, también había aprendido qué vino era el
adecuado para cada celebración: jerez para el consomé; vino blanco, para el
pescado; tinto, para las carnes y champán o cava, para los postres.
Todos estos conocimientos de buena mesa mi abuela Felicidad
los fue impartiendo en su única hija mujer, Araceli, mi mamá. Lo hacía con
tanta pasión que también mamá respetaba todos estos rituales en las fechas
especiales: Navidad, Pascuas, cumpleaños o cuando teníamos una visita
“importante”.
Ya desde niñas, a mi hermana, Marita, y a mí nos
enseñaban a disponer adecuadamente las copas sobre la mesa, las que debían
responder al orden en que se iban a consumir los vinos: de izquierda a derecha,
la más pequeña para el vino blanco o el dulce; luego la mediana, para el tinto;
la más grande, para el agua, soda o gaseosa. La de champán, la alargadita
flaca, se colocaba después de la de agua y un poco desplazada hacia el centro
de la mesa.
En cuanto al menú, recuerdo que también mamá lo
consensuaba con la abuela. En esas fechas habitualmente había una entrada
ligera como para ir tranquilizando el estómago; un primer plato, por lo general
en base a pescado o pollo; y un segundo plato, el principal, más fuerte con
carne de vaca y abundantes guarniciones. Del postre se encargaba mamá. Ella era
la especialista pues había cursado su secundario en una escuela de oficios
donde le enseñaban, casi a nivel científico, todas las tareas domésticas;
incluidas en ellas, la atención de los hijos (Puericultura).
Pero, volviendo a mi abuela, quiero detenerme en uno de
esos primeros platos que servía con tanto amor, porque allí, en ese condimento
tan especial, el amor, radicaba el secreto de todos sus sabores. ¿Cuál era el
plato? “Coquillas o conchillas o conchas de mar”. Así se llamaba al plato
porque la preparación era contenida en el caparazón de una ostra de mar. Tanto
mi abuela como mi mamá preparaban el contenido de la siguiente manera: hervían
pescado o, en su defecto, pollo con ricas verduras (ajo puerro, cebolla,
zanahoria, zapallo, pimiento, etc.) para que le dieran buen sabor. Luego
desmenuzaban la carne o la picaban muy finamente. Aparte, en una sartén,
saltaban – preferentemente en aceite de oliva – cebolla de verdeo y morrones
bien picaditos. Una vez tiernizado todo, agregaban a esto el pollo o el
pescado. Salpimentaban y unían con salsa blanca bastante líquida o crema de
leche con almidón de maíz. Esta pasta era colocada en estos caparazones,
espolvoreada con queso rallado o perejil picado y, finalmente se gratinaban a
horno bien caliente antes de servir. Realmente, una delicia.
Cuando falleció mamá nos dejó entre su maravilloso legado
de amor - reflejado en gestos, actitudes, palabras, sabiduría de vida, fe
infinita en Dios – aquellas recetas de cocina que también heredó de su madre,
la abuela Felicidad.
A pocos días de su partida, mientras ordenábamos la casa
de mamá, encontramos una caja que contenía cuarenta y dos de estas adoradas
coquillas: grandes, medianas y chicas. En ese instante aparecieron también
nuestros momentos de infancia: recibíamos las coquillas del tamaño proporcional
a la edad que teníamos. ¡Cuántos recuerdos maravillosos revivimos! Inmediatamente,
nos las repartimos: veintiuna para cada una. Nos juramos que no habríamos de
perder la receta.
La primera Pascua sin mamá nos reunimos a comer la
familia de mi hermana y la mía propia. Fuimos doce comensales en total. Para
que también mamá y la abuela participaran de esta mesa unimos nuevamente las
cuarenta y dos coquillas y las preparamos de pollo, tal como la aprendimos.
Para acompañarlas elaboramos además una receta heredada de los bisabuelos
españoles: empanada gallega.
Lo cierto es que todos: grandes, medianos y chicos;
hijos, primos, maridos, cuñados disfrutamos de una mesa especial, llena de
Felicidad, como la abuela, que vino a estas tierras para forjarse un futuro
mejor que el que le proponía su Patria.
La alegría de nuestros hijos, la emoción de nuestros
corazones memoriosos, el clima de familia, el calor de hogar y los paladares
satisfechos de aquel día confirmaron que había valido la pena ese destierro.
Araceli Casagrande,
2012
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