HERENCIA
Recién llegado desde mi pueblito
natal y con escasos ocho años, esa casa de la avenida Marconi al 700 ejercía en
mí un poder de fascinación tan grande como ninguna otra de Venado Tuerto.
A decir verdad, la casa era hermosa;
pero ni por su magnitud, ni por su belleza suscitaba en mí especial atención;
sino por las palabras que dirigía mi padre a mi madre y a mi hermano mayor cada
vez que pasábamos frente a ella.
Mi hermanita y yo, colgados de la
luneta del Falcon azul, mirábamos extasiados hacia esa puerta que nunca se
abría.
Antes de venir a vivir a Venado, mi
abuelo materno – gran mecánico, al que pude disfrutar por poco tiempo, a raíz
de una terrible enfermedad que lo llevó de este mundo bastante joven – era fanático
del Turismo Carretera. Tenía una caja de botas, grande, llena de recortes,
volantes, artículos, y de todo cuanto a este deporte se refiera.
La guardaba como un gran tesoro en
uno de los estantes del taller. Y, cuando llegaba a visitarlo algún cliente
fana como él, desempolvaba aquel “cofre” y compartía las fotos y los escritos
de aquellas páginas.
El abuelo murió cuando yo tenía siete
años, un año antes de que nos trasladáramos a esta ciudad, los pagos de mi
papá. Como el galpón donde él trabajaba quedaba patio de por medio de mi casa,
desde muy pequeño me pasaba muchas tardes y muchas horas jugando con mi hermano
y mis primos muy cerca de allí. A ellos les entretenía más el fútbol. Yo, tal
vez por herencia de genes, de sangre, de afecto o no sé de qué, empecé a sentir
una especial atracción por los autos, y sobre todo, por los de carrera. Me
encantaba jugar al automovilismo, soñaba conque era Reutemann, Nicky Lauda o
Andretti; los domingos no me perdía las carreras que, desde temprano, pasaban
por televisión. No entendía mucho, pero me cautivaban aquellas rápidas imágenes
de autos dando vueltas sobre una pista de cemento y la bajada de aquella
bandera a cuadritos en negro y blanco, cuando atravesaban la línea de llegada.
Se ve que mi abuelo percibía esta
pasión en mí, y fue así como –en los recreos que tenía o que se hacía – empezó a
fabricarme unos autitos que tallaba en madera, diferentes a los que yo ya tenía.
Los míos eran de metal o de plástico con formas más modernas – semejante a las
de la Ferrari -, propias de la Fórmula 1. Los que él me construía eran más
redondeados, más “regordetes”. Los pintaba de distintos colores: azul,
amarillo, celeste, blanco, verde, rojo…, y con pintura negra colocaba sobre
ellos nombres como: Fangio, Galvez, Ciani, Emiliozzi, entre otros, junto a
marcas que yo ya empezaba a reconocer: Dodge, Chevrolet, Ford.
- Se llaman cupecitas – me dijo un
día – son tuyas, pero cuando termines de jugar, yo te las guardo, así no se
pierden. Y, por un destino ingrato, las cupecitas se perdieron. Ni mi abuela,
ni mis tíos, ni mi mamá supieron qué pasó con ellas.
Tal tristeza provocó
en mí la muerte de mi abuelo, que – por un largo tiempo – no jugué más a las
carreras de autos.
Luego llegó la
mudanza, aparecieron nuevos intereses: iba a vivir en una ciudad grande, en una
casa nueva, cambiaría de colegio, tendría nuevos amigos.
A pesar de que el
cambio me costó, un día conocí a Iván, un re-fanático de los autos. Fue él
quien me devolvió las ganas de jugar a los pilotos.
Una tarde de agosto,
su mamá nos traía en auto – a él y a mí – desde gimnasia. Pasamos por Marconi
al 700 y creí reconocerlo, en la vereda.
- Ahí va Marcos Ciani –
le grité a mi amigo, señalando hacia la izquierda.
- ¿Quién? – me preguntó
sorprendido.
La mamá se me
adelantó, y le explicó que se trataba de un famoso corredor de autos, de otros
tiempos.
- Sí, corría en
Turismo Carretera. Mi abuelo Héctor tenía una caja así de grande – comenté,
separando los brazos exageradamente – con fotos y recortes de todos esos
famosos pilotos. Hasta había hecho con madera algunos de los autos de esos
corredores.
- ¿Me los mostrás
algún día?
- Sí…, pero los
autitos se perdieron. La caja la puede tener mi abuela, si es que no la tiró.
A los quince días
fuimos a pasar un fin de semana a lo de mi abuela. Le pedí, le rogué que me
permitiera hurgar en el galpón-taller de mi abuelo para ver si encontraba la
caja.
- Está todo muy sucio.
- No importa, yo la busco.
Finalmente accedió, y
es así como me sumergí en aquel mundo con olor a tuercas y aceite, que yo tanto
amaba. Casi estaba por desistir, cuando debajo de un montón de trapos
engrasados vi la caja. A pesar de estar llena de tierra y un poco deteriorada,
pude recuperarla.
Hacía de cuenta que había
encontrado un tesoro invalorable. Mi abuela me dio una bolsa grande; y luego de
varias sacudidas trasladé los papeles a ella.
- Ya la tengo – le soplé
a Iván desde mi banco, mientras la maestra explicaba sujeto y predicado.
- ¿A la caja?
Asentí con la cabeza.
- ¡Qué bueno! En el
recreo me contás.
Quedamos con Iván en
vernos en mi casa a las cinco. Cinco menos diez sonó el timbre. La ansiedad de
mi amigo no podía esperar.
- Pasá Iván – le decía
mi mamá, mientras yo iba a su encuentro con la bolsa de recortes en mis manos.
Saludé a mi amigo y lo
invité a pasar al patio. Estuvimos, por lo menos una hora leyendo los artículos
y mirando las fotos. Mi mamá tuvo que llamarnos varias veces para que
entráramos a tomar la leche.
No sé si fue el espíritu
de mi abuelo o qué, pero los dos quedamos fascinados por la historia que
habíamos podido rescatar de aquellos años gloriosos. Todas las tardes nos
reuníamos a contemplar esos rostros en blanco y negro y a leer los epígrafes de
esas fotos.
Un día de esos, Iván
me propuso, desde la creatividad de sus diez años:
- Y… si hacemos los
circuitos de las vueltas que dieron Ciani y sus amigos.
- ¿Cómo?
- Traeme una tiza.
Desde la caja de tizas de mi hermana
extraje varias, de distintos colores. Mi amigo tomó una azul y comenzó a
garabatear el mapa de Argentina sobre los mosaicos del patio.
- ¿No tenés un atlas?
Le pedimos a mi hermano mayor que nos
ayudara a ubicar las localidades que nos interesaban; y así, sobre el mapa, en
rojo, en amarillo, en naranja, íbamos dibujando de a uno los circuitos: el de
las 1000 Millas de Avellaneda, el del Gran Premio de las “Heladeras Star”, el
de la Vuelta de Santa Fe, el de la Vuelta de Olavarría, de Necochea, entre
otros.
Al día siguiente, a mí se me ocurrió
disfrazar nuestros autitos de colección de cupecitas. Y así empezaban las
carreras. Por meses, renovábamos diariamente este ritual. Dábamos vida, por la
magia del juego, a toda una historia que, para muchos, ya era leyenda.
Acababa de cumplir once años, -
recuerdo que faltaba muy poco para que terminaran las clases – iba caminando
por Marconi, desde Castelli hacia la plaza San Martín cuando lo vi. Corrí hacia
ese señor mayor casi calvo. Le toqué la espalda.
- ¿Usted es Marcos Ciani? ¿No? – le pregunté
emocionadísimo.
- Sí – me contestó entre tierno y
parco. Lo abracé en la cintura y apoye mi cabeza sobre su abdomen.
- Quería conocerlo.
Me acarició el pelo y me contestó con
la simpleza que lo caracterizaba:
- Viste, pibe, ya me conociste.
Subió a un auto. Lo miré, hasta que
se perdió al doblar la Belgrano. A pesar de la fugacidad del encuentro, yo
estaba feliz. Era suficiente: lo había abrazado. Y, por primera vez, tenía un
ídolo.
Desde ese entonces concebí como
principal hobby al automovilismo. Actualmente integro un grupo de amigos “fierro”,
así lo llamamos, porque a todos nos une la pasión por los autos. Cuando podemos
– y nuestras esposas nos dejan -, vamos a ver algunas carreras que se corren en
distintos puntos del país. Nos informamos sobre este deporte tanto a nivel
nacional como internacional. Y, siempre hay alguno que se destaca por su
habilidad en el armado y preparación de los motores. De él, todos aprendemos.
Le debo a esta afición el haber conocido gente y lugares maravillosos.
Hace pocas semanas me pasó algo tan
insólito como increíble. De viaje por las sierras de Córdoba, creí reconocer en
la vidriera de un negocito de antigüedades perdido entre callecitas
oscuras,
una de las cupecitas de mi abuelo Héctor. “Cómo puede ser”, me dije. Entré con
el corazón saltándoseme de la boca. Pedí que me la mostraran y comprobé que sí,
que ¡era una de aquellas que había tallado mi abuelo para mí! Y que, por un
acto de justicia, volvía a mí. Obviamente, sin dudar, la compré. La contemplé
orgulloso y satisfecho. La contemplé con el mismo orgullo con que la contemplo
en este mismo instante: es verde aceituna, hermosa, en su trompa está pintada
una llamarada roja y dorada que sube hacia el parabrisas, junto a una
inscripción que dice “Gema” y, más abajo, “Dodge”. Lleva el número 7. También
aparecen las marcas de otros patrocinadores: Ranser, Shell, Rectificaciones
Coppi Placci y Cía. Y lo más importante, junto a “Venado Tuerto”, figura un
nombre glorioso para mí: “MARCOS CIANI”.
Araceli Casagrande
Febrero, 2008