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viernes, 15 de septiembre de 2023

Horma de su zapato

Una imagen: una pareja de cuarentones sentados en la parte delantera de un Renault 12, blanco, modelo 79, impecable. Detrás de ellos, dos niñas preadolescentes. El auto se ha puesto en movimiento; el hombre conduce. Otra imagen: el hombre y la mujer adultos, los mismos del auto. Es verano, de noche. Ambos están sentados en uno de los bancos del gran patio de la casa. La brisa cálida de enero acaricia apenas sus rostros. Conversan acerca de ese leve viento, del cielo que los cobija, de las estrellas que hay en ese cielo que los cobija. Se los ve plenos, felices, mientras degustan una bebida, sin alcohol, a base de hierbas. Más imágenes El hombre corre la silla de la mujer para que esta se siente a la mesa. Hay una mueca de gratitud en el rostro de ella y un brillo especial en los ojos de él. Ella compra una fina corbata en la tienda más grande de la ciudad porque él cumple años. Él llega a la casa el día del cumpleaños de ella con un pequeño regalo envuelto en papel de joyería. Ella se pone colorada cuando se lo da, pero no se anima a abrirlo. Nadie, los de su familia, se atreven a insinuar que lo haga. Se dirige a su cuarto y allí lo deja. Vuelve. Hay almuerzo especial en la casa ese domingo. Es 31 de diciembre, la familia grande se ha reunido en la casa de los abuelos, no sólo para despedir el año y dar la bienvenida al que llega, sino porque el primero de enero cumple años la abuela. El triple festejo hace que el encuentro sea multitudinario: hay hijos e hijas, primos y primas, sobrinos y sobrinas, nietos y nietas, cuñados y cuñadas, amigos y amigas. En este último grupo está él, siempre atento a los movimientos y necesidades de ella, sumamente respetuoso, siempre cortés y correcto con todos. Han pasado ya más de treinta años de aquel momento en el patio donde la pareja se sentaba a contemplar el cielo. Hay una imagen que se reitera día tras día: ella sale de la casa rumbo al geriátrico donde él se encuentra, lleva un paquete con comida. Se la ve cabizbaja y apesadumbrada. Descripto esto no dice nada, define muy poco. Eso sí pueden surgir infinitas hipótesis que traten de explicar quiénes son: ¿un matrimonio?, ¿amigos?, ¿novios?, ¿vecinos? Pero… ¿por qué esa necesidad de buscar siempre una explicación, una respuesta, de tener que poner nombre a toda relación? Las imágenes se suceden una tras otras, inconexas, sin orden determinado, como en un videoclip; a veces son fugaces -precisas o difusas-; otras, más duraderas y nítidas. Por esta razón, cuesta lograr el cuento, hace falta encontrar un hilo conductor. Lo que sí está claro y es recurrente la pareja mayor, los personajes principales: ella, Amalia; él, Pedro. Los dos, partes de una “historia de amor”. Es indudable que se aman; los gestos, las posturas, los detalles, las palabras, los silencios,… lo hacen evidente. Otra imagen: el rostro cordial de Pedro que, al mismo tiempo, inspira un profundo respeto. La timidez de Amalia que tapa con la mano izquierda su rostro sonrojado cada vez que Pedro u otra persona hace una broma o un comentario “atrevido”. Sobre el escritorio del zaguán está su sombrero, el de él, más allá un perchero del que cuelga una chaqueta de grueso paño. Recién ha llegado y ella va a su encuentro. Son las ocho de la noche. Por largos minutos permanecen parados conversando afablemente. Pasan al comedor. Catalina, la hermana de ella, sirve café. Hace mucho frío. Son varios los adultos sentados a la mesa. Pedro pregunta quién aún no se ha servido azúcar. Algunas manos femeninas toman la azucarera; Pedro espera -desde su grandiosa caballerosidad- que todos se sirvan para ser él el último aunque el café se le haya enfriado. Es sábado. La abuela Isolina, la mamá de Amalia y de Catalina, ante la inminencia de la cena, pregunta qué les gustaría comer. Pedro propone pollo al spiedo – está de moda ese plato - y se ofrece para ir a comprarlo. Y aquí aparece el enlace con la primera imagen: las niñas y los adultos del Renault 12, modelo 79. Los cuatro van a comprar el pollo. Amalia les ha pedido a sus sobrinas que, por favor, vayan con ellos. Para ella no está bien visto que una pareja que no se ha casado viaje sola en un auto. A las chicas les encanta acompañarlos: es una linda oportunidad para pasear un poco y divertirse. No hay imágenes de besos pasionales, ni de abrazos fogosos, ni de caricias sensuales. Pero sí, de miradas que acarician, de gestos que abrazan y de palabras que besan… Durante sesenta años, siempre juntos; sin embargo nunca se casaron ni vivieron bajo el mismo techo. Tal vez muchos no han entendido su historia y pocos la aceptaban. Ellos se amaron a su manera. Paradójicamente, cargaban mandatos y prejuicios pero se sentían libres. Se reconocían y elegían así. ¿Quién dijo que hay que amarse de determinada manera? Amalia y Pedro. Pedro y Amalia. En el buen sentido: tal para cual. Cada uno era la horma del zapato para el otro. Imagen final La lápida de mármol sobre una tumba, en un cementerio parque. Está grabado en ella: “Pedro…….. (1915 - 2001); Amalia…… (1916 – 2007)”. No tiene epitafio, pero todo cuento puede valerse de infinitos recursos. Suponer es uno de ellos y, en el caso del cuento realista, hacerlo parecer verosímil es otro. Entonces, la lápida de mármol sobre el sepulcro de Amalia y Pedro reza: “Donde hay gran amor, hay milagros. La vida no es para siempre; el amor es eterno”. Araceli Casagrande Setiembre, 2018