El tío Agustín
El día anterior organizábamos su bienvenida. Los tres: mis hermanos y yo sorteábamos, en presencia de la abuela Felicidad, el lugar de quien se sentaría al lado del tío durante el primer almuerzo o la primera cena el día de su llegada. Casi siempre anunciaba su visita para dos o tres días antes de la Navidad o el Año Nuevo. Verlo bajar del tren, abrazarlo con la misma sensación de quien abraza a un abuelo, alivianarlo físicamente tomando su sombrero, su pequeña valija y dos o tres paquetes envueltos en papel de estraza y atados con hilo zigzag era para nosotros un honor. Por eso, también, nos disputábamos estos servicios.
Era el “Benjamín” de la familia, sin embargo recibió el nombre de Agustín en honor al santo maestro de la Iglesia Católica, que tanta luz había traído a los devotos feligreses entre los que se contaban como los más fervientes, mis bisabuelos Cándida y Sebastián. Esta, aún con los dolores del posparto, le había recordado a su esposo, con gran insistencia, el nombre acordado meses atrás: “Se llamará Agustín, no te olvides”.
La tía Josefa y mi abuela Felicidad, como ya he contado, vinieron jóvenes a la Argentina. El tío Agustín fue el único que se quedó en la Madre Patria junto a sus padres. Tal vez, por ser el menor, lo consideraron muy pequeño para aventurarse en estas tierras más allá del Atlántico. Pero, fiel al llamado de la sangre, ya viudo con un niño de apenas cinco años, se embarcó rumbo a este país y no dudó en buscar contención familiar junto a sus hermanas que muchos años antes ya habían formado sus familias y se habían afincado una en Buenos Aires y la otra – mi abuela -, en Benjamín Gould.
Consideró que iba a tener más oportunidades laborales en la Capital, y no se equivocó. Como pudo, instalado ya en un pequeño departamento de un solo ambiente educó a su único hijo “Agustincito”, quien pudo graduarse como profesor de Educación Física . Trabajó en cuanto lugar le ofrecieran. Era de corta estatura pero de larga inteligencia por lo que pudo ocupar un importante puesto administrativo hasta el día de su jubilación en un pujante club de barrio que ya prometía “River Plate”. Su inquietud y curiosidad innatas, virtudes heredadas de los Vázquez (apellido paterno), lo vincularon rápidamente con los profesionales de la mencionada institución de quien supo ganarse su respeto, amistad y confianza. Es así como, a los casi cuarenta años, confirmó su predilección por el agua convirtiéndose en un gran nadador. Compitió en la categoría “veteranos” en varias oportunidades obteniendo importantes trofeos y medallas que mis hermanos y yo admirábamos con devoción cada vez que íbamos, con la abuela Felicidad, a visitarlo a Buenos Aires.
Su simpatía, el hecho de que nos tratara como a los nietos que no tenía y que nunca habría de tener, y esta habilidad, la natación, sumado a un montón más de cualidades que el tío tenía y a las que más adelante me referiré, justificaban nuestra fascinación por su persona.
Pasada la Navidad y el Año Nuevo, en las que degustábamos el delicioso banquete que preparaban mamá y la abuela y las novedosas confituras que nos había traído el tío en uno de esos paquetes de papel de estraza, comenzaba la temporada veraniega de pileta en el tanque del tío Arol. Durante las calurosas siestas de enero sólo se nos tenía permitido entrar al natatorio bajo la presencia de un adulto. Cuando llegaba el tío Agustín, con sus jóvenes 76,78 u 80 años a cuestas, él se transformaba en nuestro acceso seguro, por eso creo que lo esperábamos con tanta ansiedad.
Y ni qué hablar de sus virtudes culinarias. Era experto en “roscón”, así lo llamaba a una especie de bizcochuelo bien batido que él mismo preparaba con sus propias manos. Ya mamá le había comprado un bol de loza con una sola asa (yo lo conservo) y un batidor de alambre bien grande. Con sus manitas regordetas daba que daba vueltas con el batidor a los seis u ocho huevos que mezclaba con azúcar. Las meriendas con ese roscón bien infladito llenaban de dulzuras nuestras tardes hambrientas, después de tres o cuatro horas de pileta.
Mi abuela Felicidad, su hermana, lo mimaba y consentía como lo que era: su hermanito. Jugaban al chinchón a la tardecita en el patio de casa o en el de la tía Jesusa ( otro personaje de la familia que merece biografía aparte), los días de lluvia nos hacían tortas fritas. De esta manera, la abuela y el tío aprovechaban a probarlas sin culpa, ya que el médico se las tenía vedadas a ambos a causa del colesterol que ya empezaba a ser mala noticia en aquellos tiempos.
Cuando alguna peña masculina del pueblo organizaba un asado, allá iba tío Agustín como invitado especial. Recuerdo verlo partir de casa algún sábado de verano junto a papá, portando las bolsitas contendoras del juego de plato, tenedor, cuchillo y vaso que les preparaba mamá.
No puedo acordarme de quién apodó a Agustín “Magiclick”, inspirado en una publicidad televisiva cuyo eslogan rezaba: “dura 104 años”. Y bien que se lo merecía, ya que resultó ser un longevo: murió a los 91 años, una fría tarde de julio, en un hogar de día para ancianos.
Hoy yo, a los casi 50 años, lo evoco con profunda gratitud ya que, gracias a él, aprendí a nadar y a amar el agua, nuestro primer líquido vital. Mi tío Agustín vive dentro de mí, se me cuela entre brazada y brazada cada vez que atravieso la pileta haciendo los tantos largos que me indica la profesora.
Lo traigo a mi memoria en el momento en que lleno el bol de loza amarillo para hacer una torta o cuando trato de repetir a mis hijos, lo más fielmente posible, aquel trabalenguas que el tío recitaba junto a mi abuela para agregarle más emoción a nuestros juegos: “debajo del puente de Guadalajara había un conejillo que nadaba por debajo del agua. Tomé una teja, le di en la oreja, si no fuera por el tío Juan que me dijo ‘déjalo, déjalo’, que lo mataba hombre, que lo mataba”.
En fin, tío Agustín sigue metido en mi vida como el primer día. Nació conmigo y, como todos mis afectos está en mí.
Estoy segura de que las ansias de inmortalizar, algún gen heredado de este tío maravilloso, y la gran necesidad de recuperar el sabor dulcísimo de un abuelo me permiten hoy evocarlo con tanto amor.
El día anterior organizábamos su bienvenida. Los tres: mis hermanos y yo sorteábamos, en presencia de la abuela Felicidad, el lugar de quien se sentaría al lado del tío durante el primer almuerzo o la primera cena el día de su llegada. Casi siempre anunciaba su visita para dos o tres días antes de la Navidad o el Año Nuevo. Verlo bajar del tren, abrazarlo con la misma sensación de quien abraza a un abuelo, alivianarlo físicamente tomando su sombrero, su pequeña valija y dos o tres paquetes envueltos en papel de estraza y atados con hilo zigzag era para nosotros un honor. Por eso, también, nos disputábamos estos servicios.
Era el “Benjamín” de la familia, sin embargo recibió el nombre de Agustín en honor al santo maestro de la Iglesia Católica, que tanta luz había traído a los devotos feligreses entre los que se contaban como los más fervientes, mis bisabuelos Cándida y Sebastián. Esta, aún con los dolores del posparto, le había recordado a su esposo, con gran insistencia, el nombre acordado meses atrás: “Se llamará Agustín, no te olvides”.
La tía Josefa y mi abuela Felicidad, como ya he contado, vinieron jóvenes a la Argentina. El tío Agustín fue el único que se quedó en la Madre Patria junto a sus padres. Tal vez, por ser el menor, lo consideraron muy pequeño para aventurarse en estas tierras más allá del Atlántico. Pero, fiel al llamado de la sangre, ya viudo con un niño de apenas cinco años, se embarcó rumbo a este país y no dudó en buscar contención familiar junto a sus hermanas que muchos años antes ya habían formado sus familias y se habían afincado una en Buenos Aires y la otra – mi abuela -, en Benjamín Gould.
Consideró que iba a tener más oportunidades laborales en la Capital, y no se equivocó. Como pudo, instalado ya en un pequeño departamento de un solo ambiente educó a su único hijo “Agustincito”, quien pudo graduarse como profesor de Educación Física . Trabajó en cuanto lugar le ofrecieran. Era de corta estatura pero de larga inteligencia por lo que pudo ocupar un importante puesto administrativo hasta el día de su jubilación en un pujante club de barrio que ya prometía “River Plate”. Su inquietud y curiosidad innatas, virtudes heredadas de los Vázquez (apellido paterno), lo vincularon rápidamente con los profesionales de la mencionada institución de quien supo ganarse su respeto, amistad y confianza. Es así como, a los casi cuarenta años, confirmó su predilección por el agua convirtiéndose en un gran nadador. Compitió en la categoría “veteranos” en varias oportunidades obteniendo importantes trofeos y medallas que mis hermanos y yo admirábamos con devoción cada vez que íbamos, con la abuela Felicidad, a visitarlo a Buenos Aires.
Su simpatía, el hecho de que nos tratara como a los nietos que no tenía y que nunca habría de tener, y esta habilidad, la natación, sumado a un montón más de cualidades que el tío tenía y a las que más adelante me referiré, justificaban nuestra fascinación por su persona.
Pasada la Navidad y el Año Nuevo, en las que degustábamos el delicioso banquete que preparaban mamá y la abuela y las novedosas confituras que nos había traído el tío en uno de esos paquetes de papel de estraza, comenzaba la temporada veraniega de pileta en el tanque del tío Arol. Durante las calurosas siestas de enero sólo se nos tenía permitido entrar al natatorio bajo la presencia de un adulto. Cuando llegaba el tío Agustín, con sus jóvenes 76,78 u 80 años a cuestas, él se transformaba en nuestro acceso seguro, por eso creo que lo esperábamos con tanta ansiedad.
Y ni qué hablar de sus virtudes culinarias. Era experto en “roscón”, así lo llamaba a una especie de bizcochuelo bien batido que él mismo preparaba con sus propias manos. Ya mamá le había comprado un bol de loza con una sola asa (yo lo conservo) y un batidor de alambre bien grande. Con sus manitas regordetas daba que daba vueltas con el batidor a los seis u ocho huevos que mezclaba con azúcar. Las meriendas con ese roscón bien infladito llenaban de dulzuras nuestras tardes hambrientas, después de tres o cuatro horas de pileta.
Mi abuela Felicidad, su hermana, lo mimaba y consentía como lo que era: su hermanito. Jugaban al chinchón a la tardecita en el patio de casa o en el de la tía Jesusa ( otro personaje de la familia que merece biografía aparte), los días de lluvia nos hacían tortas fritas. De esta manera, la abuela y el tío aprovechaban a probarlas sin culpa, ya que el médico se las tenía vedadas a ambos a causa del colesterol que ya empezaba a ser mala noticia en aquellos tiempos.
Cuando alguna peña masculina del pueblo organizaba un asado, allá iba tío Agustín como invitado especial. Recuerdo verlo partir de casa algún sábado de verano junto a papá, portando las bolsitas contendoras del juego de plato, tenedor, cuchillo y vaso que les preparaba mamá.
No puedo acordarme de quién apodó a Agustín “Magiclick”, inspirado en una publicidad televisiva cuyo eslogan rezaba: “dura 104 años”. Y bien que se lo merecía, ya que resultó ser un longevo: murió a los 91 años, una fría tarde de julio, en un hogar de día para ancianos.
Hoy yo, a los casi 50 años, lo evoco con profunda gratitud ya que, gracias a él, aprendí a nadar y a amar el agua, nuestro primer líquido vital. Mi tío Agustín vive dentro de mí, se me cuela entre brazada y brazada cada vez que atravieso la pileta haciendo los tantos largos que me indica la profesora.
Lo traigo a mi memoria en el momento en que lleno el bol de loza amarillo para hacer una torta o cuando trato de repetir a mis hijos, lo más fielmente posible, aquel trabalenguas que el tío recitaba junto a mi abuela para agregarle más emoción a nuestros juegos: “debajo del puente de Guadalajara había un conejillo que nadaba por debajo del agua. Tomé una teja, le di en la oreja, si no fuera por el tío Juan que me dijo ‘déjalo, déjalo’, que lo mataba hombre, que lo mataba”.
En fin, tío Agustín sigue metido en mi vida como el primer día. Nació conmigo y, como todos mis afectos está en mí.
Estoy segura de que las ansias de inmortalizar, algún gen heredado de este tío maravilloso, y la gran necesidad de recuperar el sabor dulcísimo de un abuelo me permiten hoy evocarlo con tanto amor.
Araceli Casagrande, 2013