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martes, 29 de junio de 2021

¡CUIDADO, LE VAS A HACER MAL AL BEBÉ! por Araceli Casagrande

 

Conocí a Gladys N en un curso de narración oral que hacíamos un sábado cada quince días en la sala mayor del museo “Cayetano Alberto Silva” de mi ciudad. Hace unos cuantos años ya. Gladys tenía 80 años, lo dijo públicamente cuando se presentó. La verdad que no aparentaba su edad; se mostraba jovial, vestida a la moda, actualizada, le gustaba estar con nosotras, las más “jóvenes”.

Uno de esos sábados, Maribel – nuestra profesora – nos planteó una consigna: “de a pares, narrarnos, una a la otra, algo potente que nos hubiera sucedido”. Esto que voy a contar es lo que compartió Gladys conmigo:

“ Tenía cinco años cuando mi mamá quedó embarazada después de tres años de búsqueda infructuosos. Mi papá y mi abuela, sobre todo, festejaron ese acontecimiento con mucha emoción. Yo quizá, también al comienzo. Deseaban tanto darme un hermanito que me habían contagiado.

A la sexta semana, mamá empezó a tener pequeños sangrados; pero el médico le dijo que era normal; igualmente le recomendó reposo. Los sangrados continuaron con mayor intensidad y volumen. De ahí que se pasara casi todo el día en la cama; papá trabajaba en el comercio por lo que sólo lo veía a la hora de comer. La abuela María les vino a dar una mano. Entre eso, ocuparse de mí.

Llegaba a la mañana, antes de que mi papá se fuera al negocio. A veces, yo ya estaba despierta y enseguida la reclamaba, quería que me atendiera:

- Esperá, gringuita – así me llamaba, aunque yo odiaba ese apelativo – tengo que atender a tu mamá.

La seguía hasta el dormitorio, me abalanzaba sobre la cama provocando cierto movimiento riesgoso para la imperceptible panza de mi mamá, entonces las dos me gritaban casi al unísono:

- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!


Esto se repetía día tras días ante mis insistentes demandas de atención. Tanto se repetía que llegué a odiar a ese bebé que me estaba robando el afecto de todos. Mi papá, cuando regresaba a las doce del mediodía o a la ocho de la noche, apenas si me daba un beso. Su cuerpo cansado y preocupado lo llevaba directo al dormitorio y a la observación de mamá.

Era única hija, muy acostumbrada a que todo girara a mi alrededor; y así, de repente esto se había truncado. Probé varias estrategias para lograr mi cometido: llorar porque me dolía la panza; hacer muchos dibujitos a mi mamá; dar vueltas en triciclo por toda la casa; trasladarme con mis muñecas al lado de la cama grande; pero, nada. Si me acercaba más allá de los límites impuestos:

- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!

Una tarde de primavera, cuando ya la panza de mamá estaba bastante crecida – no lo suficiente, como después lo supe – llamaron de urgencia a la ambulancia, porque “mi hermanito estaba por llegar”. “Por fin”, me dije. Me dejaron con Carmen, la vecina, una fanática de la limpieza que no me dejaba tocar ni hacer nada. Me sentó a la mesa; me dio la leche y, después, me ofreció papeles y un lápiz para que dibujara. Enseguida me morí de aburrimiento y ansiedad.

Ya era casi de noche, cuando llegó papá a buscarme. Escuché que, con cara de abatimiento, algo le decía a Carmen. Me llevó a casa y me explicó que mamá iba a estar unos días más en el hospital, que la abuela Elena, su mamá, vendría a cuidarme a la mañana siguiente.

- ¿Y la abuela María? – pregunté.

- Se quedó a cuidar a tu mamá.

Del bebé no dijo nada y yo no me animé a preguntarle. Es más, ya ni me importaba.

A los dos días regresó mi mamá a la casa. Pálida, sin fuerza, triste, muy triste. Me acerqué para abrazarla. Me miró y se largó a llorar.

Después la abuela María me explicó – como pudo - que mi hermanito no había podido nacer vivo.

Nunca más se habló del tema, pero yo siempre me quedé con la angustia de que había matado a mi hermanito, porque no lo había cuidado. Por muchos años me taladró el oído aquella advertencia: “¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!”.

 

Ya han pasado setenta y cinco años de aquello. Hace más o menos veinte que la bóveda donde están sepultados mis familiares empezó a tener graves problemas de humedad; el piso estaba cediendo. Había que hacer algo. Con una de mis primas tomamos la decisión de comprar nichos y pasar los cajones a ellos. Uno de los sepultureros nos recomendó reducir los cadáveres más antiguos.

Después de cumplir con los requisitos que pide el municipio, fuimos una mañana con mi prima cerca del mediodía a hacer la verificación de cuerpos. Cosa nada agradable.

Cuando retiraban el cajoncito blanco, supe que era el de mi hermanito.

- Gladys, andá vos – me dijo mi prima.

Presencié el momento en el que el sepulturero abría el pequeño ataúd y el modo en que retiraba suavemente un cuerpecito rígido envuelto en una mantilla blanca que se había vuelto amarillenta. Estaba intacto. Me acerqué, le pedí al señor que me permitiera tomarlo entre mis brazos. Me lo entregó.

Por primera vez , conocía a mi hermanito sin nombre.

Por unos minutos lo acuné en silencio. Lo besé en su helada frentecita, hice rozar las yemas de mis dedos por sus párpados cerrados. Luego, le susurré al oído: “Perdoname, perdoname”.

Después de aquel momento, algo cambió en mí. Me sentía más liviana, libre de culpa. Mi hermanito me había perdonado; y yo tenía un angelito en el cielo”.

SIN RESPUESTA por Araceli Casagrande


Hasta en el último aliento, Nicolás se preguntó por qué.

¿Por qué esa fría madrugada de junio lo había sacado de la cama; y mientras lo ayudaba a vestirse, le pedía que no hablara ni hiciera ruido?

 

Semidormido había visto dos maletas sobre el piso de su cuarto; el tapado rojo de su madre y su saquito de paño escocés, sobre una silla.

Rápidamente, se sintió llevado de la mano; y fue subido a un coche que manejaba un señor desconocido. Su madre iba al lado del conductor. A los pocos minutos, bajó con ella en la estación de trenes. Vio cómo el señor del auto la saludaba con un beso en la mejilla.

Llegaron hasta la ventanilla y escuchó que su mamá pedía dos boletos:

- A Villa María, dos. Uno mayor; uno menor.

Aún sin saber el motivo de estas acciones, Nicolás no preguntó nada. Todavía no podía despertarse del todo. Esperaron un rato largo sentados en un banco de madera, en el andén.

A lo lejos se sintieron los chiflidos de la máquina a vapor. El tren se aproximaba. Un señor con una gorra bordada y saco azul les indicó que subieran. Pocas personas en el vagón.

Pasaron otros minutos y el tren se puso en marcha. Ya un poco más despabilado; y al percibir que su mamá estaba más calmada, se animó a hablar.

- Mamá, ¿de quién nos escapamos? ¿Adónde vamos?

A su madre no le sorprendió la primera pregunta; sabía que su hijo mayor, pese a sus escasos diez años era muy astuto, se daba cuenta de todo.

- Mirá, Nico – comenzó - las cosas con papá no andan bien hace mucho rato. Vos lo sabés bien. Nos vamos de casa, por lo menos por un tiempo.

Claro que lo sabía. Había presenciado muchos ataques de ira que ambos se propinaban mutuamente; había escuchado gritos, los golpes de su padre contra la mesa del comedor, los llantos desesperados de su madre, la ruptura de cosas que caían. Esto siempre le daba mucho miedo; pero para proteger a sus hermanitos se armaba de coraje, los llevaba al dormitorio; les tapaba los oídos con sus manos como podía y los entretenía leyéndoles los textos de su libro de lectura.

- Entonces, ¿te escapás de él?

- Y…sí, en cierta manera, sí.


 

 

Nicolás Andrada, en los últimos estertores de vida, volvió a preguntarse por qué.

¿Por qué su madre lo había elegido a él solamente para este destierro? ¿Por qué había dejado a sus otros dos hijos, Luis y Pedro, de - siete y cinco años, respectivamente - con su padre?; ¿por qué no los había llevado con ellos?

Entre espasmos, escuchaba la voz de su madre y podía ver su bello rostro. Era realmente una mujer hermosa. Esbelta, elegante, de manos suaves y rizos color café.

 

 

- Este tren nos está llevando a Villa María; allí vive mi amiga Paulina, la que está conmigo sentada sobre el tronco de un árbol caído, en una plaza. ¿Te acordás? Está en mi álbum de fotos, el rojo. Alguna vez te lo mostré.

En realidad no se acordaba; pero asintió con la cabeza.

- Paulina vive con Antonio, su esposo. Tienen un hijo, Jorge, de doce años con el que creo que te vas a llevar muy bien. Por un tiempo, estaremos allí.

Bostezó y se tiró sobre los dos asientos vacíos de enfrente y el sueño lo venció. Cuando se despertó, estaba amaneciendo. El tren se detuvo.

Luego de una larga caminata, con las maletas a cuestas, llegaron a una casita gris. Una señora gorda los recibió.

- Ella es Paulina.

- Hola, querido. Pasen, pasen. Deben estar cansados.

Los llevó hasta una habitación donde había dos camas; y les ofreció algo para tomar. Él sólo quería un vaso de agua e irse a dormir.

Aún sentía el olor a humedad de la frazada y el frío de la habitación, cuando se despertó. Sin embargo lo que vio, o mejor dicho, lo que no vio lo perturbó al extremo. Sólo había sobre el piso una maleta, la más chica, la de él; y el tapado rojo de su madre no estaba por ningún lado. En un primer momento pensó que ya se había levantado, y que había mudado sus cosas a otra parte de la casa; pero algo más lo hizo dudar: la cama de al lado parecía no haberse usado. Las cosas que estaban sobre ella cuando llegaron todavía permanecían.

Saltó de la cama y corrió hacia la cocina. No había nadie allí; tampoco nadie en las demás habitaciones. Estaba solo en una casa que no era la suya. Desesperado, salió al patio. Un chico rubio estaba pateando una pelota.

- ¿Jugás? – le preguntó -. Soy Jorge, el hijo de Paulina.

- Hola. ¿No viste a mi mamá?

- Se fue temprano.

- ¡¿Cómo?! ¡¿Adónde?! – gritó.

- No sé, preguntale a mi mamá.

Lo condujo a un sitio lindero a la casa. Entraron. Era un bar. Ahí estaba Paulina, detrás del mostrador

- Señora, mi mamá, ¿dónde está mi mamá?- preguntó agitadamente.

- Vení, tranquilizate. Sentémonos.

Lo llevó hasta una mesa; le pidió a Jorge que le sirviera un mate cocido.

- Tu mamá se fue por unos días a Buenos Aires. Tiene más posibilidades de encontrar trabajo allá que acá. Me dijo que te dijera que, apenas lo consiga, te va a venir a buscar.

 

 

Cuando la muerte estaba a punto de llevárselo, Nicolás seguía preguntándose por qué. ¿Por qué nunca más había aparecido? ¿Por qué jamás le había enviado una carta? ¿Por qué, por qué, por qué?

 

En el hospital “Remedios de Escalada” dos hijas lloran y se consuelan mutuamente.

- Dejó de sufrir.

- Es cierto.

- Contame. Vos que estuviste. ¿Cómo fue?

- Estaba muy inquieto. Divagaba. Llamaba a su mamá.

MI ALEPH por Araceli Casagrande

Estoy atravesada por el infinito de la lectura.

Por todos los tipos de intertextualidad.

En mi microcosmos, los textos dialogan de todas formas.

Soy mi propio Aleph.

En cada ángulo, en cada arista de mi ser se ha quedado atrapada alguna trama, una bella descripción, una imagen, miles de imágenes, una frase, la frescura de algún diálogo, este personaje, aquella canción, una escena, ese poema sagrado, el complejo de Edipo.

Mi punto mítico alberga tanto la depresión de Harry Haller, el lobo de la estepa; como el optimismo de Robinson Crusoe; la fuerza bruta de la Carancha lidiando con las adversidades del Delta; y la inocencia y la ternura del mundo maravilloso de Alicia.

Estando allí, en mi Aleph, he podido sorprender a Pirandello escondido detrás de un anaquel, para no ser encontrado por unos personajes que lo andan buscando desesperadamente; y me he dejado atrapar por los queridos monstruos de Elsa Bornemann.

Me maravillé con el erudito Borges y aplaudí el coraje de Arlt, quien jamás claudicó ante la dura crítica de muchos. Alguno de ellos también me habitan.

Los padecimientos de Martín Fierro han pasado y se actualizan en mis membranas argentinas. La decepción de Alfonsina fue la mía. Aún conservo el “Tú me quieres blanca” que mi madre recitaba; y que yo aprendí a repetir de memoria cuando todavía no sabía leer; así como también el “puedo escribir los versos más tristes esta noche” que han inspirado mis poemas adolescentes.

Mi Aleph es un divino arcón, el búnker protector de fantasías, de sueños, de emociones.

Leer me ha abierto la cabeza como a Mafalda y me ha dado el idealismo de Susanita. Me ha enfrentado a revelaciones extraordinarias como cuando Hamlet supo que el asesino de su padre era su tío, o cuando el Dr Jekyll mostró que también era Hyde.

Cuando dispongo mi espíritu y me sumerjo en los destellos de luz que emergen de mi Aleph, escucho voces entremezcladas.

Sin embargo puedo distinguir las que se me hacen familiares:

la del principito pidiéndole a alguien que le dibuje un cordero; la de Gregorio Samsa que se pregunta a sí mismo, esa mañana, qué le ha pasado a su cuerpo; las del mago de Oz y Dorothy que conversan afablemente; y también la de mi tía Cata que intenta por tercera vez que mi "yo niña" entienda El Quijote.

Suelo escuchar el grito feroz de aquel moteca la noche que los aztecas lo llevan boca arriba para el templo de los sacrificios durante Las Guerras Floridas.

 

En mis pesadillas recurrentes aparecen la criatura de Frankenstein; el conde Drácula y todas las proyecciones cinematográficas que surgieron a partir de estas novelas, y que alguna vez vi muerta de miedo.

Hay días en los que quiero volver al origen, retornar al vientre de mi madre como lo hace Marcial en su viaje a la semilla o nacer ya grande como Benjamín Button.

Todo puede estar en ese punto infinito: la magia, el desorden, la inspiración, el genio de la creatividad, los fracasos, los deseos, la inocencia, la soledad, el amor.

Puede estar lo que recuerdo y lo que he olvidado; el pasado, el presente y el futuro; el cielo y el infierno; la verdad y la mentira. Mis luces y mis sombras.



LOS MILAGROS TODAVÍA EXISTEN por Araceli Casagrande


Al principio logré ocultarlo en un lugar seguro. Fue una carrera contra el tiempo; contra el tiempo que mi mamá tardó en bajar de la terraza. Nadie se dio cuenta hasta una semana después.

- ¿Alguien vio el globo terráqueo? – preguntó mi hermana Mariela.

Mis padres tomaban mates en la cocina; yo, en la misma mesa, estaba haciendo los deberes. Apenas si escuchamos lo que había preguntado. Bah, yo sí escuché “terráqueo” y ya me di cuenta. Mariela volvió del escritorio a la cocina y preguntó por segunda vez:

- ¿Alguien vio el globo terráqueo? Lo necesito para hacer lo de Geografía.

Mi hermana era muy estudiosa; super responsable – lo es aún hoy, ya transformada en ingeniera -. En aquella época tener un globo terráqueo en la casa era todo un lujo. Yo tenía casi diez años. Entre las preocupaciones a esa edad, no estaban en mi cabeza la esfericidad de la tierra; ni si rotaba o se trasladaba; o si había más agua que tierra firme en el mundo, o... A mí lo que me fascinaban eran las pelotas: de cuero, de plástico, de trapo… Si eran grandes, mejor. Por eso, cuando llegó esa inmensa y extraña pelota a mi casa llena de países y nombres, fue para mí toda una novedad, nunca había tenido una pelota así de grande encima ¡de metal!

Mientras mi papá la sacaba de la caja y ante mis ojos curiosos; nos dijo a mis hermanas y a mí:

- Esto no es para jugar. ¡Es para estudiar! – aseveró.

Quedé atónito cuando la sacó. Para las dimensiones que yo manejaba por ese entonces, ¡era gigante! Además estaba inclinada y giraba sobre un soporte de hierro.

Mi papá la colocó arriba de la biblioteca, en el escritorio. Tenía que subirme a una escalerita para alcanzarla.

Adriana, mi otra hermana, que era la mayor y la más alta, la alcanzaba desde una silla. Como mis tareas de cuarto grado no requerían de semejante aparato, el globo terráqueo estaba prácticamente vedado para mí. Me daba tanta bronca cuando mis hermanas – que ya cursaban el secundario - lo giraban y hacían comentarios del tipo: “Ah, ¡mirá que grande que es la URSS, ocupa dos continentes!” o “¿Viste que el océano Pacífico no está cortado?” Estos descubrimientos no decían nada para mí. Es más, sonaban a provocación.

Por eso, aquella mañana de junio, cerca del mediodía no dejé pasar la oportunidad. Mi mamá estaba en el lavadero, al que se accedía por el patio. Yo estaba recuperándome de un resfrío; por eso por varias mañanas no había ido a la escuela. Estaba aburridísimo. Dejé mis autitos sobre la cama y, sigilosamente, me dirigí al comedor. Allí saqué, sin hacer el menor ruido, la escalerita de madera que mi mamá usaba para guardar cosas en la parte de arriba de los armarios. La llevé hasta el escritorio; me subí y lo alcancé. Guardé la escalera, dejé todo como estaba y volví a mi habitación. Mi mamá seguía en el lavadero.

Examiné mi trofeo por todas partes; lo toqueteé como nunca antes lo había hecho. Y… descubrí lo mejor: ¡la gran pelota se dividía en dos semiesferas! Sin pensarlo, las desmonté al instante. Por dentro, eran huecas, ¡guau! ¡Qué pelota inteligente! Hueca, pero rígida. Con mis radares auditivos fijos en los movimientos de mamá, advertí que se dirigía a la terraza. Todavía tenía tiempo: puse las dos mitades boca arriba, “parecen dos ensaladeras”, pensé. Las di vueltas y las junté “ahora, dos tetas gigantes” y me reí. Ya no me quedaba más tiempo para seguir experimentando; entonces comencé a ensamblar las dos mitades. Y ahí se ocasionó el problema: ¡no se unían, no encajaban! Los pasos de mi mamá bajando la escalera de cemento me indicaban que tenía que pensar en un plan B. Eso hice, lo intentaría más tarde. Junté las partes; puse todo en una bolsa y lo escondí en la parte de abajo de mi ropero camuflándolo con cajas de zapatos vacías.

Porque estaba seguro de mi escondite; esa tarde, ante la insistencia de Mariela, contesté.

- No, yo no lo vi.

- ¡¿Cómo que no está?!

- No, no está donde está siempre, no lo encuentro por ningún lado.

Mi papá se levantó de la silla y corrió hacia el escritorio. Escudriñó lugar por lugar; hueco por hueco.

- Preguntale a Adriana si ella lo usó, si sabe dónde está.

Adriana escuchaba canciones de Los Beatles en el combinado, en su habitación. En modo coartada, me adelanté yo.

- Adri, ¿viste el globo terráqueo? Mariela no lo encuentra. ¿Lo tenés vos?

- No, hace mucho que no lo uso.

- ¿Dónde está, entonces?

Mi mamá revisó todas las habitaciones, todos los rincones. Nada. Cuando se dieron por rendidos, comenzaron las elucubraciones.

- ¿Lo habrá robado la chica? – preguntó mi papá refiriéndose a quien ayudaba en la casa con la limpieza.

- O… el pintor, cuando vino a cobrar. Vos lo dejaste solo en el escritorio, mientras buscabas la plata – dijo mi mamá.

Y así todos fueron haciendo un recorrido mental por todas y cada una de las personas que esa semana habían ido a la casa; y por todos los movimientos (les faltó el mío).

- ¡Qué cosa rara! ¡Cómo puede ser!

- Aparte, no es algo tan fácil de robar. Su tamaño delataría.

Pasó el sábado, pasó el domingo, ya recuperado volví a la escuela. Mientras caminaba las dos cuadras que separaban mi casa de ella, se me encendió la lamparita: buscaría ayuda allí; mi maestra seguramente me daría una mano, pero tenía que pensar en una muy buena estrategia.

Cuando la señorita escribió “República Argentina” en el pizarrón y luego la señaló en el mapa; yo levanté la mano.

- ¿Sí, Vicente?

- En mi casa tengo un globo donde está Argentina.

- Debe ser un globo terráqueo.

- Sí, sí – y ahí nomás me animé - ¿quiere que lo traiga mañana?

- Bueno, como no.

Esa misma tarde, pedí plata a mi mamá para comprar cartulinas y conseguir algunos cartones.

- Son para Manualidades - mentí.

Metí el globo terráqueo desarmado en una bolsa, la más grande que encontré, y lo disimulé con los rollos de cartulina y el cartón.

A la mañana siguiente partí con el aparato hacia la escuela. Llegué al aula, se lo mostré a la señorita y le dije que por el camino se me había caído y desarmado. Creo que no se creyó del todo el cuentito; sin embargo hizo varios intentos para unir las partes. La clase ya empezaba y el ensamble no había sido posible.

- Vicente, no te preocupes. En el recreo le pido ayuda a la directora.

Así fue. Cuando tocó la campana que anunciaba el descanso, fui con mi maestra a la dirección. Ella explicó lo que pasaba. Ambas se pusieron a intentar armar; cuando ya parecía que lo lograban, zas! se les zafaba. En eso entró Carmen, una de las porteras, quien se sumó a la reconstrucción.

- Vamos, Vicente – me dijo la señorita Mabel – tengo que cuidar a tus compañeros. Ellas se ocuparán.

A la salida, pasé por la dirección. Por uno de los vidrios laterales que daba al patio cubierto pude ver a “mi trofeo” armado sobre una de las bibliotecas. Me puse feliz. Cuando estoy por golpear la puerta, mi mamá que nunca venía a buscarme, estaba cruzando la entrada. Desistí.

- Hola, mamá.

- Fui hasta el almacén, justo pasé.

 

El almuerzo. Jugar un poco. Los deberes. Antes de la merienda, le pedí permiso a mi mamá para ir al kiosco a comprar figuritas con mis ahorros. ¡Me dejó!

Aproveché, entonces, y después del kiosco, llegué hasta la escuela. Ingresé; pude ver nuevamente al globo terráqueo en la dirección. Esta vez sí, golpeé la puerta y me atendió la señora Marta, la vicedirectora. Le expliqué la situación; pero me dijo que ella no podía darme nada, hasta estar segura de que era realmente mío. Busqué por todo el patio a Carmen, la portera, hasta que – por fin- la encontré. Me acompañó y así, frente a su confirmación, obtuve lo que buscaba.

De regreso a casa, con el globo terráqueo sin envoltorio, rogaba que nadie de la familia se me cruzara. Felizmente, así sucedió. Entré por el garaje; mi papá ya había llegado de trabajar; me di cuenta enseguida por su voz en la cocina y porque estaba el auto. Para ir al escritorio y dejar el globo tenía que pasar inevitablemente por la cocina. ¿Qué hacer? Presioné el botoncito del baúl del auto; la puerta se abrió. No tuve otra opción: deposité el globo armadito e intacto allí dentro, junto a unas herramientas.

Saludé a papá. Le mostré mis figuritas recién compradas. Al rato, mamá llamó a cenar. La historia del globo terráqueo comenzaba a olvidarse y la pérdida de aquel preciado objeto se iba superando.

 

Después de cenar, papá se dirigió al garaje. Estábamos todos viendo la tele. Apareció enseguida con el globo terráqueo en sus manos.

- Miren lo que encontré en el baúl – dijo ante la sorpresa real de las mujeres y de la fingida mía.

- ¿Cómo apareció ahí? – preguntó Adriana.

- ¿Quién te lo habrá puesto? Alguien que te lo robó y se arrepintió – declaró Mariela.

- No importa – completó mamá – qué suerte que apareció. ¡Los milagros todavía existen!

- Sí,¡ todavía existen! – rematé yo.

BOCHORNOSO por Araceli Casagrande

 

Llevo apenas dos semanas de novios con Santiago. Es la etapa del noviazgo donde las mariposas siguen estando en el estómago, un poco más calmadas, pero están allí; el insomnio se va superando día tras días; los suspiros desaparecen; el corazón recupera su ritmo normal y la piel ya no se eriza tanto al contacto con el otro.

Pero lo que sigue intacto como el primer día es ese deseo imperioso de impresionar, de maravillar. No sólo al novio; sino también, a sus afectos más cercanos (léase: padres, hermanos, cuñados, amigos). Es el tiempo de la aprobación.

Estoy empecinada en aprender a manejar. Si bien conozco los rudimentos básicos, me falta práctica. Le cuento a mi amado. Con tal de complacerme, me propone:

- ¿Querés venir al campo? Voy mañana con mi papá. Vamos en el auto viejo, podés dar unas vueltas en él y practicar.

Me gusta y no me gusta la idea. Por un lado es segura: casi todas las chacras presentan espacios amplios y abiertos que me pondrán a salvo de cualquier mala maniobra; pero, por otro voy a manejar un coche muy viejo, casi de colección, un Falcon modelo 65, y encima con palanca de cambios al volante. Me asaltan dos cuestiones. La primera: ¿Pensará que soy un desastre manejando, total si lo rompo ya está escachato? La segunda: ¿Podré transferir todo lo aprendido al de mi papá? Igualmente, acepto la propuesta. Porque, en este o en cualquier momento, lo que más quiero es estar con él, obviamente.

- Dale, llevo el mate – le contesto.

Es así que, al día siguiente, después de almorzar, me pasan a buscar. Me he ataviado con las mejores pilchas: unas bombachas campestres bordadas, unas botas de carpincho, camisa super femenina, un pañuelito de seda al cuello y un sombrero muy top. Pese a que voy al campo no puedo dejar de parecer una lady. Como ya dije, mi primer objetivo es caer bien. Ya va a haber tiempo para “zaparrastrear”.

Voy en el asiento de atrás. Cada tanto, Santi me mira por el espejo retrovisor y me hace muecas o me guiña el ojo. Eso me sonroja un poco; pero me da la certeza de que está contento de haberme invitado. Mi futuro suegro habla y habla, pero no lo escucho tengo la cabeza llena de pajaritos. Por ahí me hace preguntas que no sé contestar porque no he seguido el hilo de la conversación. Por suerte, su hijo me saca del apuro contestando por mí.

A la media hora, por fin llegamos. Santiago me muestra las instalaciones y aprovecha para llevarme a lugares retirados para darme besos y abrazos apasionados, a salvo de miradas curiosas. Acto seguido, se va adonde su padre y me entrega las llaves del Falcon.

- Andá a pasear, ¡Animate! Podés ir por allá – me indica.


No me da otra opción. Me subo al carromato; pongo la llave en el contacto y ya arranco mal. En vez de primera pongo tercera, y el motor sólo me devuelve una flatulencia. Mi novio me está mirando a unos diez metros. Se me acerca y me explica lo de los cambios, todo desde la ventanilla haciendo rozar adrede su rostro sobre mi mejilla izquierda. Se ve que mi perfume lo hipnotiza porque por una décima de segundos – lo percibo- queda paralizado.

- A ver, mi amor, apretá el embrague. Poné primera. Despacito apretá el acelerador y andá soltando el embrague.

Entre la emoción de haber escuchado “mi amor” no forzado, y el deseo de que me salga una bien, salgo por fin “a las pistas”, después de unas leves escupiditas del motor.

Por ahí ando un buen rato. No salgo de la segunda. Me siento libre. Algún perro se me cruza, pero milagrosamente logro esquivarlo.

Ya estoy cansada, me vuelvo para la casa. Más confiada, pongo tercera. Siento que el auto vuela como un avioncito de papel y caigo a un charco no muy profundo, pero lo suficientemente embarrado como para salpicar mi sombrero y parte de mi cara. No quiero seguir más. Salgo del vehículo y me entierro en el lodo hasta el tobillo.

Otra vez mi amado vuelve a mi rescate. Me abraza y, sobre su hombro, lloro. Él se ríe.

- No pasa nada. Vení a limpiarte.

Todo un bochorno pasar al lado del puestero y varios de sus hijos. Escucho a mi futuro suegro que le pide a uno de ellos que, seguro, no tiene más de doce años:

- Carlitos, haceme el favor, sacá el auto del charco.

Ya más calmada, Santi me invita otra vez al auto para tomar unos mates.

- Sentate del lado del conductor – me dice – después de los mates, tal vez te animes a dar unas vueltas más. Esta vez te acompaño.

Apruebo su oferta. Alcanzo a cebarle el primer mate; pero, cuando lo está tomando, me llama la atención una especie de medio volante debajo de la parte inferior del mismo. De curiosa nomás lo muevo para arriba. Se siente “clic”, al momento que Santi se toma la cabeza entre las manos y grita:

- ¡NO!, trabaste el volante y acá no tenemos la llave.

Eran aproximadamente las seis de la tarde, en otoño, ya casi oscurecía. El puestero tenía la camioneta en reparación. Los celulares aún no existían. La única solución posible era hacer dos kilómetros en sulky hasta el aeroclub y, desde allí, llamar por teléfono a la ciudad para pedir ayuda. Vino mi suegro, intentaron un buen rato destrabar, pero era imposible. Yo estaba roja de vergüenza, muerta de frío por los nervios, descompuesta; pero quería ayudar. El auto encendía, sólo que no se podía hacer girar el volante, lo que hacía imposible doblar. Fue ahí cuando sugerí la idea más ridícula, aunque en ese momento me pareció brillante:

- ¿Y si vamos derecho derecho y, cuando haya que doblar, nos bajamos dos y giramos manualmente el auto?

Mateo, el papá de Santiago, me miró furiosamente y me dijo un poco fuerte:

- Nena, callate.

Ahí me largué a llorar desconsoladamente, como una nena.

- Dejá de llorar. Ahora ya está.

¿Lo que sigue? Todo bien: se consiguió la ayuda, se encontró la llave entre tantas que mi suegra guardaba en un tarrito. El Falcon durmió esa noche a la intemperie, pero al día siguiente fue rescatado.

Sólo el paso del tiempo me rescató a mí de la angustia y la vergüenza.

AL DESNUDO por Araceli Casagrande

 

Vaciar una casa en la que alguna vez habitaste es como vaciar parte de tu mundo y, en cierta manera, vaciarte para dejar expandir aquello que no puede irse porque está grabado en vos de modo indestructible como un sello, como una marca. Vaciar una casa es desnudar, dejar al desabrigo el alma. Cuando esto sucede, inevitablemente, uno hace un viaje al pasado. Todo: las personas con las que convivimos, los espacios que ocupamos, los objetos que usamos, las palabras que dijimos y las que callamos, los abrazos que dimos y los que guardamos en ese “mundo”, todo, tiene poder de evocación.

Eso me pasó cuando murió mi madre (la última en vivir allí) y, con mi hermana, tuvimos que desalojar la casa familiar. En un lapso de pocos días experimenté miles de sentimientos; muchos de ellos, encontrados: alivio, liberación, angustia, dolor, orfandad, desamparo, impotencia, bronca desconsuelo. Aparecieron muchos recuerdos, lindos y feos (por suerte, mi memoria selectiva se ocupó de retener más de los buenos). Y la resistencia a tomar conciencia de que ya nada
volvería a ser como antes.

La muerte de una persona me hace siempre reflexionar sobre mi propia muerte. La de mi madre, en particular, me llevó a considerar que la mía no estaba tan lejana. En consecuencia, la vida que me quedaba debía ser, de ahora en más, una oportunidad para crecer en agradecimiento, en alegría, para buscar denodadamente la felicidad, para encontrarle un sentido pleno. Se me encendió la llama del deseo de lo verdadero, de lo importante, de lo que vale la pena. Dejar de vivir en piloto automático para disfrutar el aquí y el ahora.

Para eso, vaciar la casa familiar, fue un ejercicio fantástico. El aceite, el combustible de la llama encendida estaba allí. Estaba en las recorridas en bici con mi hermano Juanjo por el amplio patio; en las travesuras a la hora de la siesta, cuando osábamos robar las mandarinas que asomaban del tapial que nos separaba del vecino; en la cocina, sitio mágico si los hay, donde todo se transformaba en excelentes pociones de amor de mamá o de abuela: desde la leche con cognac cuando teníamos tos hasta, el postre más sofisticado. El galponcito, mi lugar de juegos preferido. Allí invitaba a mis amigas a jugar a la casita y a las muñecas cuando era niña, pero también allí me reunía con mis compañeros de secundaria a estudiar y a planear estratégicamente el fin de semana; allí mismo, una tarde, Rubén – el chico que me gustaba – me robó el primer beso. Un fatídico año, el galponcito se transformó en sala de tejidos; en especial, de bufandas verdes para enviar a los chicos de Malvinas.

Esa chispa del instante también estaba en los objetos, cuyo valor material en la mayoría de los casos no coincidía con el afectivo. Toda una tarde nos sentamos con mi hermana a leer las cartas que se enviaban papá y mamá cuando novios, cuando la tecnología de las comunicaciones más sofisticada era el teléfono negro del vecino rico de enfrente. En esas cartas se contaban desde lo más trivial hasta lo más profundo y, entre las letras, tejían imperceptiblemente nuestra existencia.

Las dos máquinas de coser a pedal. La Singer, la más antigua, era de la abuela Felicidad; la Necchi, un poco más moderna, la de mamá. Por ellas pasaron las telas más bonitas y delicadas que se transformaban en prendas asombrosas. Mamá era modista y de las buenas. Con mucho sacrificio, los abuelos la habían mandado a aprender el oficio a Buenos Aires. Amaba lo que hacía. Para mí, era una artista. Por todo esto mi casa tenía un taller muy bien montado. Ese fue el lugar que más me costó desalojar, porque era el mundo de mamá y me parecía que vaciarlo era deshacerme de ella. Su fantasma, seguramente, estaba allí.

Con mi hermana, decidimos vender muchas de las cosas del taller a modistas conocidas, pero nos permitimos quedarnos con algo que eligiéramos especialmente. Ella optó por un costurero de madera tallada, con varios compartimientos en su interior. Yo me quedé con un reloj de pared que le había regalado el abuelo, una caja llena de botones de diferentes colores y dos imanes para capturar las alfileres caídas. Me encantaba hacer eso cuando niña, y siempre recibía la cálida aprobación de la abuela -quien ayudaba a mamá con las terminaciones- cuando algunas agujas y muchas alfileres quedaban atrapadas en “mi red” o cuando lograba clasificar los botones por color.

En las dos semanas que vaciamos la casa, cuando algunos compradores se llevaban muebles, objetos valiosos y hasta baratijas pude experimentar que mucho del sufrimiento humano está en el apego tanto emocional, afectivo como material; y que aprender a soltar, a dejar ir podía ser muy sanador.

Desde aquellos días, en eso estoy, en soltar lo que fue, como fue. En recibir lo que es, como es; y en tratar de transformar lo que no me gusta y puedo. Estoy descubriendo y entendiendo que nos vamos de este mundo como vinimos, sin nada; pero que – como leí por ahí – paradógicamente nos llevamos lo que dimos.

RETAZO DE HISTORIA por Araceli Casagrande



Todos, en el pueblo lo llamaban “jefe”. Algunos le decían “general”, aunque nunca había estado en el ejército. Don Héctor acostumbraba hacer la venia cada vez que saludaba. Hombre respetuoso, amable y correcto como pocos. Había sido ferroviario a fines de la década del cincuenta y a principios de la del sesenta, cuando el Ferrocarril en Argentina comenzaba a despedirse de su etapa de esplendor.

Había amado su profesión. Comenzó siendo guardavía en la línea del Bartolomé Mitre, era el que movía las agujas en los puntos de empalme cuando un tren debía hacer algún cambio de vía. Más tarde, debido a su eficiencia y su alto grado de responsabilidad, lo habían ascendido a jefe de estación, puesto privilegiado al que muchos aspiraban.

Junto con el intendente, el comisario, el juez de paz, el médico, el director de la escuela y el cura formaba parte del staff de autoridades del pueblo.

Se sentía orgulloso de su trabajo. Conocía al dedillo el oficio y lo desarrollaba con pasión. En aquel mundo de ramales, locomotoras, despachos, recibos y encomiendas había conocido mucha gente. Esto le permitió hacerse de amigos y hasta encontrar a la mujer que más tarde sería su esposa.

Más allá de los beneficios que la empresa les otorgaba a sus empleados, sus vacaciones, obviamente, las hacía en tren. De esta manera pudo conocer y visitar muchos lugares de Argentina. En un tren de lujo se fue de luna de miel a Salta y Tucumán.

Cuando sus hijos eran pequeños, el medio de transporte que utilizaban para visitar a la abuela Isolina era el tren. Tenía miles de anécdotas de viajes, de comunicados telegráficos confusos que producían malentendidos, de pasajeros famosos o excéntricos que alguna vez se habían bajado en la estación durante alguna larga parada, y de los encuentros o reencuentros más emocionantes en el andén.

Además había sido testigo del crecimiento de muchos pueblitos de su zona a la vera de las vías del ferrocarril: La Chispa, San Eduardo, Sancti Spíritu, Arias, Alejo Ledesma, Benjamín Gould, Chovet, algunos de la provincia de Córdoba; otros, de la de Santa Fe. Y también, de su decadencia cuando el Ferrocarril se fundió. Muchos de ellos quedaron prácticamente incomunicados, otros desparecieron o se transformaron en pueblos fantasmas.

El día que lo despidieron se preguntó lo mismo que el personaje de la canción de Jairo: “¿Qué es lo que hace un ferroviario cuando le quitan el tren?” Don Héctor no se animó a robar la locomotora y fugarse con ella como aquel. No estaba preparado para las transgresiones. Sin embargo, su corazón patriota lo hubiera llevado a ser cómplice en la pintada y lustre albiceleste.

Aquella tarde no pensó en él, no podía darse ese lujo. Su familia era la prioridad. Tenía muchas bocas que alimentar y mandar a tres niños a la escuela. Optó por buscar otro trabajo, el que fuere. Y, en otra época, reciclarse.

Cuando ya de anciano cuenta sus anécdotas a alguno de los nietos que quiere escucharlo repite: “nene, estudiá; vos estudiá. No sea que te pase lo que me pasó a mí que me encapriché con el tren y no terminó ni el sexto grado. Es cierto, el tren me llevó a muchas partes; pero un título hubiera ido conmigo adonde fuera".