Conocí a Gladys N en un curso de narración oral que hacíamos un sábado cada quince días en la sala mayor del museo “Cayetano Alberto Silva” de mi ciudad. Hace unos cuantos años ya. Gladys tenía 80 años, lo dijo públicamente cuando se presentó. La verdad que no aparentaba su edad; se mostraba jovial, vestida a la moda, actualizada, le gustaba estar con nosotras, las más “jóvenes”.
Uno de esos sábados, Maribel – nuestra profesora – nos
planteó una consigna: “de a pares, narrarnos, una a la otra, algo potente que
nos hubiera sucedido”. Esto que voy a contar es lo que compartió Gladys
conmigo:
“ Tenía cinco años cuando mi mamá quedó embarazada después
de tres años de búsqueda infructuosos. Mi papá y mi abuela, sobre todo,
festejaron ese acontecimiento con mucha emoción. Yo quizá, también al comienzo.
Deseaban tanto darme un hermanito que me habían contagiado.
A la sexta semana, mamá empezó a tener pequeños sangrados;
pero el médico le dijo que era normal; igualmente le recomendó reposo. Los
sangrados continuaron con mayor intensidad y volumen. De ahí que se pasara casi
todo el día en la cama; papá trabajaba en el comercio por lo que sólo lo veía a
la hora de comer. La abuela María les vino a dar una mano. Entre eso, ocuparse
de mí.
Llegaba a la mañana, antes de que mi papá se fuera al
negocio. A veces, yo ya estaba despierta y enseguida la reclamaba, quería que
me atendiera:
- Esperá, gringuita – así me llamaba, aunque yo odiaba ese
apelativo – tengo que atender a tu mamá.
La seguía hasta el dormitorio, me abalanzaba sobre la cama
provocando cierto movimiento riesgoso para la imperceptible panza de mi mamá,
entonces las dos me gritaban casi al unísono:
- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!
Esto se repetía día tras días ante mis insistentes demandas
de atención. Tanto se repetía que llegué a odiar a ese bebé que me estaba
robando el afecto de todos. Mi papá, cuando regresaba a las doce del mediodía o
a la ocho de la noche, apenas si me daba un beso. Su cuerpo cansado y
preocupado lo llevaba directo al dormitorio y a la observación de mamá.
Era única hija, muy acostumbrada a que todo girara a mi
alrededor; y así, de repente esto se había truncado. Probé varias estrategias
para lograr mi cometido: llorar porque me dolía la panza; hacer muchos
dibujitos a mi mamá; dar vueltas en triciclo por toda la casa; trasladarme con
mis muñecas al lado de la cama grande; pero, nada. Si me acercaba más allá de
los límites impuestos:
- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!
Una tarde de primavera, cuando ya la panza de mamá estaba
bastante crecida – no lo suficiente, como después lo supe – llamaron de
urgencia a la ambulancia, porque “mi hermanito estaba por llegar”. “Por fin”,
me dije. Me dejaron con Carmen, la vecina, una fanática de la limpieza que no
me dejaba tocar ni hacer nada. Me sentó a la mesa; me dio la leche y, después,
me ofreció papeles y un lápiz para que dibujara. Enseguida me morí de
aburrimiento y ansiedad.
Ya era casi de noche, cuando llegó papá a buscarme. Escuché
que, con cara de abatimiento, algo le decía a Carmen. Me llevó a casa y me
explicó que mamá iba a estar unos días más en el hospital, que la abuela Elena,
su mamá, vendría a cuidarme a la mañana siguiente.
- ¿Y la abuela María? – pregunté.
- Se quedó a cuidar a tu mamá.
Del bebé no dijo nada y yo no me animé a preguntarle. Es
más, ya ni me importaba.
A los dos días regresó mi mamá a la casa. Pálida, sin
fuerza, triste, muy triste. Me acerqué para abrazarla. Me miró y se largó a
llorar.
Después la abuela María me explicó – como pudo - que mi
hermanito no había podido nacer vivo.
Nunca más se habló del tema, pero yo siempre me quedé con la
angustia de que había matado a mi hermanito, porque no lo había cuidado. Por
muchos años me taladró el oído aquella advertencia: “¡ Cuidado, le vas a hacer
mal al bebé!”.
Ya han pasado setenta y cinco años de aquello. Hace más o
menos veinte que la bóveda donde están sepultados mis familiares empezó a tener
graves problemas de humedad; el piso estaba cediendo. Había que hacer algo. Con
una de mis primas tomamos la decisión de comprar nichos y pasar los cajones a
ellos. Uno de los sepultureros nos recomendó reducir los cadáveres más
antiguos.
Después de cumplir con los requisitos que pide el municipio,
fuimos una mañana con mi prima cerca del mediodía a hacer la verificación de
cuerpos. Cosa nada agradable.
Cuando retiraban el cajoncito blanco, supe que era el de mi
hermanito.
- Gladys, andá vos – me dijo mi prima.
Presencié el momento en el que el sepulturero abría el
pequeño ataúd y el modo en que retiraba suavemente un cuerpecito rígido
envuelto en una mantilla blanca que se había vuelto amarillenta. Estaba
intacto. Me acerqué, le pedí al señor que me permitiera tomarlo entre mis
brazos. Me lo entregó.
Por primera vez , conocía a mi hermanito sin nombre.
Por unos minutos lo acuné en silencio. Lo besé en su helada
frentecita, hice rozar las yemas de mis dedos por sus párpados cerrados. Luego,
le susurré al oído: “Perdoname, perdoname”.
Después de aquel momento, algo cambió en mí. Me sentía más
liviana, libre de culpa. Mi hermanito me había perdonado; y yo tenía un
angelito en el cielo”.
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