Hasta en el último aliento, Nicolás se preguntó por qué.
¿Por qué esa fría madrugada de junio lo había sacado de la
cama; y mientras lo ayudaba a vestirse, le pedía que no hablara ni hiciera
ruido?
Semidormido había visto dos maletas sobre el piso de su
cuarto; el tapado rojo de su madre y su saquito de paño escocés, sobre una
silla.
Rápidamente, se sintió llevado de la mano; y fue subido a un
coche que manejaba un señor desconocido. Su madre iba al lado del conductor. A
los pocos minutos, bajó con ella en la estación de trenes. Vio cómo el señor
del auto la saludaba con un beso en la mejilla.
Llegaron hasta la ventanilla y escuchó que su mamá pedía dos
boletos:
- A Villa María, dos. Uno mayor; uno menor.
Aún sin saber el motivo de estas acciones, Nicolás no
preguntó nada. Todavía no podía despertarse del todo. Esperaron un rato largo
sentados en un banco de madera, en el andén.
A lo lejos se sintieron los chiflidos de la máquina a vapor.
El tren se aproximaba. Un señor con una gorra bordada y saco azul les indicó
que subieran. Pocas personas en el vagón.
Pasaron otros minutos y el tren se puso en marcha. Ya un
poco más despabilado; y al percibir que su mamá estaba más calmada, se animó a
hablar.
- Mamá, ¿de quién nos escapamos? ¿Adónde vamos?
A su madre no le sorprendió la primera pregunta; sabía que
su hijo mayor, pese a sus escasos diez años era muy astuto, se daba cuenta de
todo.
- Mirá, Nico – comenzó - las cosas con papá no andan bien
hace mucho rato. Vos lo sabés bien. Nos vamos de casa, por lo menos por un
tiempo.
Claro que lo sabía. Había presenciado muchos ataques de ira
que ambos se propinaban mutuamente; había escuchado gritos, los golpes de su
padre contra la mesa del comedor, los llantos desesperados de su madre, la
ruptura de cosas que caían. Esto siempre le daba mucho miedo; pero para
proteger a sus hermanitos se armaba de coraje, los llevaba al dormitorio; les
tapaba los oídos con sus manos como podía y los entretenía leyéndoles los
textos de su libro de lectura.
- Entonces, ¿te escapás de él?
- Y…sí, en cierta manera, sí.
Nicolás Andrada, en los últimos estertores de vida, volvió a
preguntarse por qué.
¿Por qué su madre lo había elegido a él solamente para este
destierro? ¿Por qué había dejado a sus otros dos hijos, Luis y Pedro, de -
siete y cinco años, respectivamente - con su padre?; ¿por qué no los había
llevado con ellos?
Entre espasmos, escuchaba la voz de su madre y podía ver su
bello rostro. Era realmente una mujer hermosa. Esbelta, elegante, de manos
suaves y rizos color café.
- Este tren nos está llevando a Villa María; allí vive mi
amiga Paulina, la que está conmigo sentada sobre el tronco de un árbol caído,
en una plaza. ¿Te acordás? Está en mi álbum de fotos, el rojo. Alguna vez te lo
mostré.
En realidad no se acordaba; pero asintió con la cabeza.
- Paulina vive con Antonio, su esposo. Tienen un hijo,
Jorge, de doce años con el que creo que te vas a llevar muy bien. Por un
tiempo, estaremos allí.
Bostezó y se tiró sobre los dos asientos vacíos de enfrente
y el sueño lo venció. Cuando se despertó, estaba amaneciendo. El tren se
detuvo.
Luego de una larga caminata, con las maletas a cuestas,
llegaron a una casita gris. Una señora gorda los recibió.
- Ella es Paulina.
- Hola, querido. Pasen, pasen. Deben estar cansados.
Los llevó hasta una habitación donde había dos camas; y les
ofreció algo para tomar. Él sólo quería un vaso de agua e irse a dormir.
Aún sentía el olor a humedad de la frazada y el frío de la
habitación, cuando se despertó. Sin embargo lo que vio, o mejor dicho, lo que
no vio lo perturbó al extremo. Sólo había sobre el piso una maleta, la más
chica, la de él; y el tapado rojo de su madre no estaba por ningún lado. En un
primer momento pensó que ya se había levantado, y que había mudado sus cosas a
otra parte de la casa; pero algo más lo hizo dudar: la cama de al lado parecía
no haberse usado. Las cosas que estaban sobre ella cuando llegaron todavía
permanecían.
Saltó de la cama y corrió hacia la cocina. No había nadie
allí; tampoco nadie en las demás habitaciones. Estaba solo en una casa que no
era la suya. Desesperado, salió al patio. Un chico rubio estaba pateando una
pelota.
- ¿Jugás? – le preguntó -. Soy Jorge, el hijo de Paulina.
- Hola. ¿No viste a mi mamá?
- Se fue temprano.
- ¡¿Cómo?! ¡¿Adónde?! – gritó.
- No sé, preguntale a mi mamá.
Lo condujo a un sitio lindero a la casa. Entraron. Era un
bar. Ahí estaba Paulina, detrás del mostrador
- Señora, mi mamá, ¿dónde está mi mamá?- preguntó
agitadamente.
- Vení, tranquilizate. Sentémonos.
Lo llevó hasta una mesa; le pidió a Jorge que le sirviera un
mate cocido.
- Tu mamá se fue por unos días a Buenos Aires. Tiene más
posibilidades de encontrar trabajo allá que acá. Me dijo que te dijera que,
apenas lo consiga, te va a venir a buscar.
Cuando la muerte estaba a punto de llevárselo, Nicolás
seguía preguntándose por qué. ¿Por qué nunca más había aparecido? ¿Por qué
jamás le había enviado una carta? ¿Por qué, por qué, por qué?
En el hospital “Remedios de Escalada” dos hijas lloran y se consuelan mutuamente.
- Dejó de sufrir.
- Es cierto.
- Contame. Vos que estuviste. ¿Cómo fue?
- Estaba muy inquieto. Divagaba. Llamaba a su mamá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario