Hay historias que se cuentan
con ansiedad, a borbotones. Todo tiene que salir ya, ahora. La emoción del
momento es lo que prima. Otras pueden esperar años para ser contadas, porque
tal vez ahora, no hay “auditorio”, no hay tiempo o no son relevantes. Otras que
no se cuentan nunca – en especial cuando se es protagonista -, porque duelen y
el dolor es una barrera infranqueable que hace que las palabras no salgan. Pero
si otro, otro alguien que no la vivió, pero a quien se la contaron, puede rescatar de esa historia lo mejor,
destacar lo más sublime, la historia sale a la luz, se queda prendida en el
corazón de quien la escucha y se hace inolvidable.
Jesusa había nacido en Lobada,
una pequeña aldea de la provincia gallega de Orense, España. Su llegada- un 30 de diciembre - fue, para la familia, el
mejor epílogo del año 1907. La más
pequeña entre cuatro hermanos se transformó en la princesa de la casa, en la
más cuidada, mimada y consentida, hasta
que nació Benjamín que la destronó en 1917, antes de que ella cumpliera los
diez.
Francisco, su papá, se
dedicaba – entre otros quehaceres del campo -
a la cría de ovejas. Contaba con un importante rebaño, pero con poco
personal pago. Su condición económica muy ajustada en los tiempos que corrían
no le permitía contratar empleados, por lo tanto quienes colaboraban en el
pastoreo eran sus hijos mayores, José, Visitación y Rosa.
Estos tres pastorcitos
compartían paralelamente su tarea con los hijos de los vecinos que también
guiaban a su ganado por las cañadas, cordeles y veredas de la montaña. Partían enseguida después del almuerzo y
regresaban antes de que se pusiera el sol.
Una de esas tardes, Jesusa –
nuestra protagonista, a quien llamaban
familiarmente “Susa”- con apenas cuatro años osó acompañar a sus hermanos
durante el recorrido. José que enseguida advirtió esto la obligó a volver, pese
a la resistencia de la niñita. Después de tantos retos infructuosos le pidió a
Visitación que la acompañara. La tomó del brazo enojada y, a los tirones, pudo
hacer que descendiera los pocos metros
que separaban la montaña de la granja. Pese al enojo por la imprudencia y la
pérdida de tiempo, no resultó tan difícil dejar a la hermanita muy cerca de la
casa.
El fastidio por quedarse
sola más la terquedad de Susa que veía alejarse cada tarde a sus hermanos y
vecinos pudieron más. Cuando Visitación, que regresaba a las tareas de pastoreo,
se perdió de vista, la niñita retornó a la montaña y corrió y corrió hasta alcanzar
la visión de sus hermanos. Desde allí a
pocos pasos los observaba y continuaba la marcha con prudencia para no ser
vista.
Cuando llegaron al valle, los
pastorcitos dejaron retozar el rebaño y ellos también descansaron buscando un
árbol que les diera sombra. En sus alforjas llevaban agua y mendrugos de pan
para la merienda. De modo que aprovechaban el descanso para charlar y merendar.
Jesusa también se detuvo.
Extasiada por tantos árboles donde treparse y por tantos huequitos donde
esconderse, se adentró en el bosque. Saltó, corrió, trepó, interrumpió su
marcha para observar una flor, un pájaro, una mariposa aquí; otra, allí. Ya
cansada, con hambre y sedienta se dispuso a desandar el camino, pero no pudo
encontrarlo.
Atrapada por una jungla laberíntica
que la hacía marchar y retroceder a cada instante, se encontró de pronto con
poca luz; después, con la penumbra; más tarde, con la cerrada oscuridad. Los
gritos no salieron, pero el corazón agitado dio rienda suelta a las lágrimas
que brotaron sin cesar.
Orense es una tierra
serrana, muy boscosa. A principios del siglo veinte los bosques que cubrían las
sierras eran habitados por lobos, de allí el nombre de la aldea natal de estos
pastores, Lobada.
Si Jesusa hubiera tenido
conocimiento de esto, su corazón habría estallado, pero felizmente no sucedió
así. Ya entrada la noche y cansada de tanto llorar se quedó dormida sobre una
piedra.
Cuando los hermanos
regresaron, los padres advirtieron enseguida la ausencia de Susa. Josefa, la
mamá, preguntó a Visitación:
- ¿Dónde está la niña?
- ¿La niña? ¿cuál niña?
- Pues…, Susa, ¿cuál niña iba a ser?
- No sé, aún no la he visto.
- ¿Cómo que “aún” no la has visto? ¿No fue con
vosotros?
- No…, bueno, sí, fue un pequeño trecho con
nosotros; pero enseguida la regresé a la casa.
- Aquí no regresó, no estuvo en toda la tarde.
La
última frase salió con la angustia de un grito. Enseguida apareció Francisco
para ver qué sucedía, se sumaron de a uno todos los hermanos.
José
corrió a pedir ayuda a los vecinos, mientras Visitación convocaba a las mujeres
en la capilla.
Se
armaron tres cuadrillas de cinco adultos cada una, más algunos jóvenes. Todos
se adentraron en el bosque portando antorchas de potentes lumbres.
Nadie
cenó esa noche. Mientras los varones buscaban denodadamente a Jesusa, las
mujeres elevaban sus plegarias en la iglesia rogando que los lobos no se
acercaran a la niña.
Ya
entrada la madrugada, cerca de las dos, José corrió hacia la capilla, sucio,
fatigado pero con la luminosidad de la alegría.
- ¡¡¡ Apareció, la encontramos!!!
Salieron
las mujeres eufóricas, alabando y agradeciendo el milagro.
Francisco
traía a la niña semidormida en sus brazos. La carita llena de tierra que se le
había mezclado con el llanto.
Y
ahora sí hubo festejo. Todos: niños, jóvenes, ancianos, mujeres y varones
brindaron por la felicidad del reencuentro, por el rescate de una vida, por la
alegría de estar vivos, por la magia de la unidad que hace posible la fuerza.
Seudónimo:
Cándida
Autora:
Araceli Casagrande
Concurso Profesorado en Lengua y Literatura
3er. premio, categoría Adultos
Octubre,
2017