Archivo del blog

viernes, 15 de agosto de 2014

Las manos de mi abuela

Hace unos cuantos días siento un dolor en el nudillo inferior del dedo meñique de mi mano izquierda. No sé si me he golpeado dormida o en algún otro momento, sin darme cuenta. O... que los años no han venido solos, como reza el dicho popular, porque ya hace dos meses que me estoy alejando de los 49, rumbo a los 50. Además, una amiga dice que si llegás a los 40 y no te duele nada, entonces estás muerta. Se ve que esto último tampoco me pasa, que bien vivita estoy.
Lo cierto es que aun "vivita y coleando", no dejo de sentir el dolor, sobre todo cada vez que intento flexionarlo.
Estoy sentada en mi escritorio, en el área administrativa de la escuela donde trabajo. Coloco la mano de tal forma sobre el papel en el que estoy escribiendo con mi otra mano, la hábil, y siento un dolor punzante en el dedo más chiquito de la izquierda.
Mi mente, deseosa de pensamientos bellos, positivos, agradables, creativos..., me lleva a la siguiente imagen:
"Es marzo o setiembre (no hace ni frío ni calor). Estoy sentada junto a mi abuela Felicidad en el patio de mi casa de la niñez, en Benjamín Gould. Ha llevado un tarro de ¿5 litros?. ¿10 litros? lleno de una sustancia transparente, líquida. Me dice en tono de advertencia:
- ¡Cuidado!, ¡no toques!, está caliente.
Sin embargo, ella va metiendo, de a poco, una de sus manos en ese líquido que ahora se ha tornado un poco gelatinoso, la saca y esa mano - mágicamente - aparece cubierta por un increíble guante blanco viscoso.
- Es parafina - me explica.
- ¿Para qué, abuela?
- El médico del reuma me aconsejó que para calmar los dolores me hiciera baños de parafina.
Desde mis 5 o 6 años, le pregunto:
- ¿El reuma?
Trata de explicarme -mientras sumerge la otra mano- que ataca a los huesos cuando uno se va poniendo viejito.
Me gusta ver las manos de mi abuela enguantadas en ese líquido grasoso que, al enfriarse, se torna sólido. Lo hace con tanta maestría y delicadeza que me quedo contemplando esa imagen, ese vaivén que producen la entrada y la salida de cada mano.
Me alegra pensar que la abuela se curará gracias a la parafina. Que así podrá cocinarme esos exquisitos postres que a mí me gustan tanto o me tejerá esos únicos vestiditos al crochet para mi desnuda muñeca. Pero, por sobre todo, porque podrá seguir enjugando mis lágrimas y limpiando mis mocos, abrazándome y hasta haciéndome dormir en su regazo.

Desde su viudez prematura, la abuela es la segunda mamá que Dios me ha regalado aquí en la tierra. Y estoy feliz de que la parafina sea el alivio a sus dolores.
Sigo mirando la escena, hasta que la abuela Felicidad me invita:
- Vení, meté ahora vos tus manitos.
La sustancia se ha enfriado, está tibia. Me encanta ver todo lo que puedo hacer con ella en el tarro, qué esculturas maravillosas puedo moldear.
La abuela me sonríe. Nos reímos juntas. Me acaricia tiernamente con su mano suave y calentita. Siento la chispa de la felicidad que emana de su nombre".


Araceli Casagrande, 15 de agosto de 2014