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jueves, 8 de septiembre de 2016

HERENCIA
Recién llegado desde mi pueblito natal y con escasos ocho años, esa casa de la avenida Marconi al 700 ejercía en mí un poder de fascinación tan grande como ninguna otra de Venado Tuerto.
A decir verdad, la casa era hermosa; pero ni por su magnitud, ni por su belleza suscitaba en mí especial atención; sino por las palabras que dirigía mi padre a mi madre y a mi hermano mayor cada vez que pasábamos frente a ella.
- Ahí vive Marcos Ciani – decía mi papá con admiración.
Mi hermanita y yo, colgados de la luneta del Falcon azul, mirábamos extasiados hacia esa puerta que nunca se abría.

Antes de venir a vivir a Venado, mi abuelo materno – gran mecánico, al que pude disfrutar por poco tiempo, a raíz de una terrible enfermedad que lo llevó de este mundo bastante joven – era fanático del Turismo Carretera. Tenía una caja de botas, grande, llena de recortes, volantes, artículos, y de todo cuanto a este deporte se refiera.
La guardaba como un gran tesoro en uno de los estantes del taller. Y, cuando llegaba a visitarlo algún cliente fana como él, desempolvaba aquel “cofre” y compartía las fotos y los escritos de aquellas páginas.
El abuelo murió cuando yo tenía siete años, un año antes de que nos trasladáramos a esta ciudad, los pagos de mi papá. Como el galpón donde él trabajaba quedaba patio de por medio de mi casa, desde muy pequeño me pasaba muchas tardes y muchas horas jugando con mi hermano y mis primos muy cerca de allí. A ellos les entretenía más el fútbol. Yo, tal vez por herencia de genes, de sangre, de afecto o no sé de qué, empecé a sentir una especial atracción por los autos, y sobre todo, por los de carrera. Me encantaba jugar al automovilismo, soñaba conque era Reutemann, Nicky Lauda o Andretti; los domingos no me perdía las carreras que, desde temprano, pasaban por televisión. No entendía mucho, pero me cautivaban aquellas rápidas imágenes de autos dando vueltas sobre una pista de cemento y la bajada de aquella bandera a cuadritos en negro y blanco, cuando atravesaban la línea de llegada.
Se ve que mi abuelo percibía esta pasión en mí, y fue así como –en los recreos que tenía o que se hacía – empezó a fabricarme unos autitos que tallaba en madera, diferentes a los que yo ya tenía. Los míos eran de metal o de plástico con formas más modernas – semejante a las de la Ferrari -, propias de la Fórmula 1. Los que él me construía eran más redondeados, más “regordetes”. Los pintaba de distintos colores: azul, amarillo, celeste, blanco, verde, rojo…, y con pintura negra colocaba sobre ellos nombres como: Fangio, Galvez, Ciani, Emiliozzi, entre otros, junto a marcas que yo ya empezaba a reconocer: Dodge, Chevrolet, Ford.
- Se llaman cupecitas – me dijo un día – son tuyas, pero cuando termines de jugar, yo te las guardo, así no se pierden. Y, por un destino ingrato, las cupecitas se perdieron. Ni mi abuela, ni mis tíos, ni mi mamá supieron qué pasó con ellas.

Tal tristeza provocó en mí la muerte de mi abuelo, que – por un largo tiempo – no jugué más a las carreras de autos.
Luego llegó la mudanza, aparecieron nuevos intereses: iba a vivir en una ciudad grande, en una casa nueva, cambiaría de colegio, tendría nuevos amigos.
A pesar de que el cambio me costó, un día conocí a Iván, un re-fanático de los autos. Fue él quien me devolvió las ganas de jugar a los pilotos.
Una tarde de agosto, su mamá nos traía en auto – a él y a mí – desde gimnasia. Pasamos por Marconi al 700 y creí reconocerlo, en la vereda.
- Ahí va Marcos Ciani – le grité a mi amigo, señalando hacia la izquierda.
- ¿Quién? – me preguntó sorprendido.
La mamá se me adelantó, y le explicó que se trataba de un famoso corredor de autos, de otros tiempos.
- Sí, corría en Turismo Carretera. Mi abuelo Héctor tenía una caja así de grande – comenté, separando los brazos exageradamente – con fotos y recortes de todos esos famosos pilotos. Hasta había hecho con madera algunos de los autos de esos corredores.
- ¿Me los mostrás algún día?
- Sí…, pero los autitos se perdieron. La caja la puede tener mi abuela, si es que no la tiró.
A los quince días fuimos a pasar un fin de semana a lo de mi abuela. Le pedí, le rogué que me permitiera hurgar en el galpón-taller de mi abuelo para ver si encontraba la caja.
- Está todo muy sucio.
- No importa, yo la busco.
Finalmente accedió, y es así como me sumergí en aquel mundo con olor a tuercas y aceite, que yo tanto amaba. Casi estaba por desistir, cuando debajo de un montón de trapos engrasados vi la caja. A pesar de estar llena de tierra y un poco deteriorada, pude recuperarla.
Hacía de cuenta que había encontrado un tesoro invalorable. Mi abuela me dio una bolsa grande; y luego de varias sacudidas trasladé los papeles a ella.
- Ya la tengo – le soplé a Iván desde mi banco, mientras la maestra explicaba sujeto y predicado.
- ¿A la caja?
Asentí con la cabeza.
- ¡Qué bueno! En el recreo me contás.

Quedamos con Iván en vernos en mi casa a las cinco. Cinco menos diez sonó el timbre. La ansiedad de mi amigo no podía esperar.
- Pasá Iván – le decía mi mamá, mientras yo iba a su encuentro con la bolsa de recortes en mis manos.
Saludé a mi amigo y lo invité a pasar al patio. Estuvimos, por lo menos una hora leyendo los artículos y mirando las fotos. Mi mamá tuvo que llamarnos varias veces para que entráramos a tomar la leche.
No sé si fue el espíritu de mi abuelo o qué, pero los dos quedamos fascinados por la historia que habíamos podido rescatar de aquellos años gloriosos. Todas las tardes nos reuníamos a contemplar esos rostros en blanco y negro y a leer los epígrafes de esas fotos.
Un día de esos, Iván me propuso, desde la creatividad de sus diez años:
- Y… si hacemos los circuitos de las vueltas que dieron Ciani y sus amigos.
- ¿Cómo?
-  Traeme una tiza.
Desde la caja de tizas de mi hermana extraje varias, de distintos colores. Mi amigo tomó una azul y comenzó a garabatear el mapa de Argentina sobre los mosaicos del patio.
- ¿No tenés un atlas?
Le pedimos a mi hermano mayor que nos ayudara a ubicar las localidades que nos interesaban; y así, sobre el mapa, en rojo, en amarillo, en naranja, íbamos dibujando de a uno los circuitos: el de las 1000 Millas de Avellaneda, el del Gran Premio de las “Heladeras Star”, el de la Vuelta de Santa Fe, el de la Vuelta de Olavarría, de Necochea, entre otros.
Al día siguiente, a mí se me ocurrió disfrazar nuestros autitos de colección de cupecitas. Y así empezaban las carreras. Por meses, renovábamos diariamente este ritual. Dábamos vida, por la magia del juego, a toda una historia que, para muchos, ya era leyenda.

Acababa de cumplir once años, - recuerdo que faltaba muy poco para que terminaran las clases – iba caminando por Marconi, desde Castelli hacia la plaza San Martín cuando lo vi. Corrí hacia ese señor mayor casi calvo. Le toqué la espalda.
- ¿Usted es Marcos Ciani? ¿No? – le pregunté emocionadísimo.
- Sí – me contestó entre tierno y parco. Lo abracé en la cintura y apoye mi cabeza sobre su abdomen.
- Quería conocerlo.
Me acarició el pelo y me contestó con la simpleza que lo caracterizaba:
- Viste, pibe, ya me conociste.
Subió a un auto. Lo miré, hasta que se perdió al doblar la Belgrano. A pesar de la fugacidad del encuentro, yo estaba feliz. Era suficiente: lo había abrazado. Y, por primera vez, tenía un ídolo.

Desde ese entonces concebí como principal hobby al automovilismo. Actualmente integro un grupo de amigos “fierro”, así lo llamamos, porque a todos nos une la pasión por los autos. Cuando podemos – y nuestras esposas nos dejan -, vamos a ver algunas carreras que se corren en distintos puntos del país. Nos informamos sobre este deporte tanto a nivel nacional como internacional. Y, siempre hay alguno que se destaca por su habilidad en el armado y preparación de los motores. De él, todos aprendemos. Le debo a esta afición el haber conocido gente y lugares maravillosos.

Hace pocas semanas me pasó algo tan insólito como increíble. De viaje por las sierras de Córdoba, creí reconocer en la vidriera de un negocito de antigüedades perdido entre callecitas
oscuras, una de las cupecitas de mi abuelo Héctor. “Cómo puede ser”, me dije. Entré con el corazón saltándoseme de la boca. Pedí que me la mostraran y comprobé que sí, que ¡era una de aquellas que había tallado mi abuelo para mí! Y que, por un acto de justicia, volvía a mí. Obviamente, sin dudar, la compré. La contemplé orgulloso y satisfecho. La contemplé con el mismo orgullo con que la contemplo en este mismo instante: es verde aceituna, hermosa, en su trompa está pintada una llamarada roja y dorada que sube hacia el parabrisas, junto a una inscripción que dice “Gema” y, más abajo, “Dodge”. Lleva el número 7. También aparecen las marcas de otros patrocinadores: Ranser, Shell, Rectificaciones Coppi Placci y Cía. Y lo más importante, junto a “Venado Tuerto”, figura un nombre glorioso para mí: “MARCOS CIANI”.

Araceli Casagrande

Febrero, 2008