Puerta al corazón y a la esperanza
Contiene textos propios e información que he recopilado durante varios años y que sigo recopilando de diferentes fuentes.
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lunes, 20 de noviembre de 2023
Hablar por hablar
Quiebre Definitivo
¿Piedra, papel o tijera?
viernes, 15 de septiembre de 2023
Horma de su zapato
martes, 24 de mayo de 2022
Las recetas de mamá
Guiso de fideos/arroz/lentejas
Ingredientes: (para 2 porciones abundantes)1 cebolla chica
1diente de ajo
1/2 pimiento rojo mediano
1 zanahoria
2 papas medianas
300 g de carne picada o de carne para estofado
1 chorizo colorado
2 tazas de agua o caldo
1/2 paquete de fideos guiseros (mostacholes, coditos o tirabuzón); o 1taza de arroz ya cocida; o 1 taza de lentejas ya cocidas
1/2 cajita de puré de tomate
Sal, condipizza a gusto.
Preparación:
• Hervir los fideos/arroz/lentejas con sal, colar y reservar
• Cortar en cuadraditos la cebolla, el pimiento, la zanahoria y la papa. Si la carne es para estofado, cortarla en cuadraditos, también.
• Colocar un chorro de aceite en la olla Essen.
• Cuando esté caliente,
poner a dorar (sellar) la carne y los chorizos.
• Agregar luego la cebolla, la zanahoria y el pimiento.
• Cuando la cebolla esté transparente agregar el ajo picado y una de las tazas de agua, revolver bien.
• Cuando la zanahoria esté un poco menos dura, agregar la papa. Agregar más agua. Seguir revolviendo.
• Cuando la papa, esté un poco blanda, colocar el tomate. Condimentar con sal y demás. Revolver.
• Cuando esté todo al dente (significa blando, pero no super blando), y la carne cocida y blanda, agregar los fideos/arroz/lentejas
. Esperar q se calienten y listo. A comer!
martes, 29 de junio de 2021
¡CUIDADO, LE VAS A HACER MAL AL BEBÉ! por Araceli Casagrande
Conocí a Gladys N en un curso de narración oral que hacíamos un sábado cada quince días en la sala mayor del museo “Cayetano Alberto Silva” de mi ciudad. Hace unos cuantos años ya. Gladys tenía 80 años, lo dijo públicamente cuando se presentó. La verdad que no aparentaba su edad; se mostraba jovial, vestida a la moda, actualizada, le gustaba estar con nosotras, las más “jóvenes”.
Uno de esos sábados, Maribel – nuestra profesora – nos
planteó una consigna: “de a pares, narrarnos, una a la otra, algo potente que
nos hubiera sucedido”. Esto que voy a contar es lo que compartió Gladys
conmigo:
“ Tenía cinco años cuando mi mamá quedó embarazada después
de tres años de búsqueda infructuosos. Mi papá y mi abuela, sobre todo,
festejaron ese acontecimiento con mucha emoción. Yo quizá, también al comienzo.
Deseaban tanto darme un hermanito que me habían contagiado.
A la sexta semana, mamá empezó a tener pequeños sangrados;
pero el médico le dijo que era normal; igualmente le recomendó reposo. Los
sangrados continuaron con mayor intensidad y volumen. De ahí que se pasara casi
todo el día en la cama; papá trabajaba en el comercio por lo que sólo lo veía a
la hora de comer. La abuela María les vino a dar una mano. Entre eso, ocuparse
de mí.
Llegaba a la mañana, antes de que mi papá se fuera al
negocio. A veces, yo ya estaba despierta y enseguida la reclamaba, quería que
me atendiera:
- Esperá, gringuita – así me llamaba, aunque yo odiaba ese
apelativo – tengo que atender a tu mamá.
La seguía hasta el dormitorio, me abalanzaba sobre la cama
provocando cierto movimiento riesgoso para la imperceptible panza de mi mamá,
entonces las dos me gritaban casi al unísono:
- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!
Esto se repetía día tras días ante mis insistentes demandas
de atención. Tanto se repetía que llegué a odiar a ese bebé que me estaba
robando el afecto de todos. Mi papá, cuando regresaba a las doce del mediodía o
a la ocho de la noche, apenas si me daba un beso. Su cuerpo cansado y
preocupado lo llevaba directo al dormitorio y a la observación de mamá.
Era única hija, muy acostumbrada a que todo girara a mi
alrededor; y así, de repente esto se había truncado. Probé varias estrategias
para lograr mi cometido: llorar porque me dolía la panza; hacer muchos
dibujitos a mi mamá; dar vueltas en triciclo por toda la casa; trasladarme con
mis muñecas al lado de la cama grande; pero, nada. Si me acercaba más allá de
los límites impuestos:
- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!
Una tarde de primavera, cuando ya la panza de mamá estaba
bastante crecida – no lo suficiente, como después lo supe – llamaron de
urgencia a la ambulancia, porque “mi hermanito estaba por llegar”. “Por fin”,
me dije. Me dejaron con Carmen, la vecina, una fanática de la limpieza que no
me dejaba tocar ni hacer nada. Me sentó a la mesa; me dio la leche y, después,
me ofreció papeles y un lápiz para que dibujara. Enseguida me morí de
aburrimiento y ansiedad.
Ya era casi de noche, cuando llegó papá a buscarme. Escuché
que, con cara de abatimiento, algo le decía a Carmen. Me llevó a casa y me
explicó que mamá iba a estar unos días más en el hospital, que la abuela Elena,
su mamá, vendría a cuidarme a la mañana siguiente.
- ¿Y la abuela María? – pregunté.
- Se quedó a cuidar a tu mamá.
Del bebé no dijo nada y yo no me animé a preguntarle. Es
más, ya ni me importaba.
A los dos días regresó mi mamá a la casa. Pálida, sin
fuerza, triste, muy triste. Me acerqué para abrazarla. Me miró y se largó a
llorar.
Después la abuela María me explicó – como pudo - que mi
hermanito no había podido nacer vivo.
Nunca más se habló del tema, pero yo siempre me quedé con la
angustia de que había matado a mi hermanito, porque no lo había cuidado. Por
muchos años me taladró el oído aquella advertencia: “¡ Cuidado, le vas a hacer
mal al bebé!”.
Ya han pasado setenta y cinco años de aquello. Hace más o
menos veinte que la bóveda donde están sepultados mis familiares empezó a tener
graves problemas de humedad; el piso estaba cediendo. Había que hacer algo. Con
una de mis primas tomamos la decisión de comprar nichos y pasar los cajones a
ellos. Uno de los sepultureros nos recomendó reducir los cadáveres más
antiguos.
Después de cumplir con los requisitos que pide el municipio,
fuimos una mañana con mi prima cerca del mediodía a hacer la verificación de
cuerpos. Cosa nada agradable.
Cuando retiraban el cajoncito blanco, supe que era el de mi
hermanito.
- Gladys, andá vos – me dijo mi prima.
Presencié el momento en el que el sepulturero abría el
pequeño ataúd y el modo en que retiraba suavemente un cuerpecito rígido
envuelto en una mantilla blanca que se había vuelto amarillenta. Estaba
intacto. Me acerqué, le pedí al señor que me permitiera tomarlo entre mis
brazos. Me lo entregó.
Por primera vez , conocía a mi hermanito sin nombre.
Por unos minutos lo acuné en silencio. Lo besé en su helada
frentecita, hice rozar las yemas de mis dedos por sus párpados cerrados. Luego,
le susurré al oído: “Perdoname, perdoname”.
Después de aquel momento, algo cambió en mí. Me sentía más
liviana, libre de culpa. Mi hermanito me había perdonado; y yo tenía un
angelito en el cielo”.
SIN RESPUESTA por Araceli Casagrande
Hasta en el último aliento, Nicolás se preguntó por qué.
¿Por qué esa fría madrugada de junio lo había sacado de la
cama; y mientras lo ayudaba a vestirse, le pedía que no hablara ni hiciera
ruido?
Semidormido había visto dos maletas sobre el piso de su
cuarto; el tapado rojo de su madre y su saquito de paño escocés, sobre una
silla.
Rápidamente, se sintió llevado de la mano; y fue subido a un
coche que manejaba un señor desconocido. Su madre iba al lado del conductor. A
los pocos minutos, bajó con ella en la estación de trenes. Vio cómo el señor
del auto la saludaba con un beso en la mejilla.
Llegaron hasta la ventanilla y escuchó que su mamá pedía dos
boletos:
- A Villa María, dos. Uno mayor; uno menor.
Aún sin saber el motivo de estas acciones, Nicolás no
preguntó nada. Todavía no podía despertarse del todo. Esperaron un rato largo
sentados en un banco de madera, en el andén.
A lo lejos se sintieron los chiflidos de la máquina a vapor.
El tren se aproximaba. Un señor con una gorra bordada y saco azul les indicó
que subieran. Pocas personas en el vagón.
Pasaron otros minutos y el tren se puso en marcha. Ya un
poco más despabilado; y al percibir que su mamá estaba más calmada, se animó a
hablar.
- Mamá, ¿de quién nos escapamos? ¿Adónde vamos?
A su madre no le sorprendió la primera pregunta; sabía que
su hijo mayor, pese a sus escasos diez años era muy astuto, se daba cuenta de
todo.
- Mirá, Nico – comenzó - las cosas con papá no andan bien
hace mucho rato. Vos lo sabés bien. Nos vamos de casa, por lo menos por un
tiempo.
Claro que lo sabía. Había presenciado muchos ataques de ira
que ambos se propinaban mutuamente; había escuchado gritos, los golpes de su
padre contra la mesa del comedor, los llantos desesperados de su madre, la
ruptura de cosas que caían. Esto siempre le daba mucho miedo; pero para
proteger a sus hermanitos se armaba de coraje, los llevaba al dormitorio; les
tapaba los oídos con sus manos como podía y los entretenía leyéndoles los
textos de su libro de lectura.
- Entonces, ¿te escapás de él?
- Y…sí, en cierta manera, sí.
Nicolás Andrada, en los últimos estertores de vida, volvió a
preguntarse por qué.
¿Por qué su madre lo había elegido a él solamente para este
destierro? ¿Por qué había dejado a sus otros dos hijos, Luis y Pedro, de -
siete y cinco años, respectivamente - con su padre?; ¿por qué no los había
llevado con ellos?
Entre espasmos, escuchaba la voz de su madre y podía ver su
bello rostro. Era realmente una mujer hermosa. Esbelta, elegante, de manos
suaves y rizos color café.
- Este tren nos está llevando a Villa María; allí vive mi
amiga Paulina, la que está conmigo sentada sobre el tronco de un árbol caído,
en una plaza. ¿Te acordás? Está en mi álbum de fotos, el rojo. Alguna vez te lo
mostré.
En realidad no se acordaba; pero asintió con la cabeza.
- Paulina vive con Antonio, su esposo. Tienen un hijo,
Jorge, de doce años con el que creo que te vas a llevar muy bien. Por un
tiempo, estaremos allí.
Bostezó y se tiró sobre los dos asientos vacíos de enfrente
y el sueño lo venció. Cuando se despertó, estaba amaneciendo. El tren se
detuvo.
Luego de una larga caminata, con las maletas a cuestas,
llegaron a una casita gris. Una señora gorda los recibió.
- Ella es Paulina.
- Hola, querido. Pasen, pasen. Deben estar cansados.
Los llevó hasta una habitación donde había dos camas; y les
ofreció algo para tomar. Él sólo quería un vaso de agua e irse a dormir.
Aún sentía el olor a humedad de la frazada y el frío de la
habitación, cuando se despertó. Sin embargo lo que vio, o mejor dicho, lo que
no vio lo perturbó al extremo. Sólo había sobre el piso una maleta, la más
chica, la de él; y el tapado rojo de su madre no estaba por ningún lado. En un
primer momento pensó que ya se había levantado, y que había mudado sus cosas a
otra parte de la casa; pero algo más lo hizo dudar: la cama de al lado parecía
no haberse usado. Las cosas que estaban sobre ella cuando llegaron todavía
permanecían.
Saltó de la cama y corrió hacia la cocina. No había nadie
allí; tampoco nadie en las demás habitaciones. Estaba solo en una casa que no
era la suya. Desesperado, salió al patio. Un chico rubio estaba pateando una
pelota.
- ¿Jugás? – le preguntó -. Soy Jorge, el hijo de Paulina.
- Hola. ¿No viste a mi mamá?
- Se fue temprano.
- ¡¿Cómo?! ¡¿Adónde?! – gritó.
- No sé, preguntale a mi mamá.
Lo condujo a un sitio lindero a la casa. Entraron. Era un
bar. Ahí estaba Paulina, detrás del mostrador
- Señora, mi mamá, ¿dónde está mi mamá?- preguntó
agitadamente.
- Vení, tranquilizate. Sentémonos.
Lo llevó hasta una mesa; le pidió a Jorge que le sirviera un
mate cocido.
- Tu mamá se fue por unos días a Buenos Aires. Tiene más
posibilidades de encontrar trabajo allá que acá. Me dijo que te dijera que,
apenas lo consiga, te va a venir a buscar.
Cuando la muerte estaba a punto de llevárselo, Nicolás
seguía preguntándose por qué. ¿Por qué nunca más había aparecido? ¿Por qué
jamás le había enviado una carta? ¿Por qué, por qué, por qué?
En el hospital “Remedios de Escalada” dos hijas lloran y se consuelan mutuamente.
- Dejó de sufrir.
- Es cierto.
- Contame. Vos que estuviste. ¿Cómo fue?
- Estaba muy inquieto. Divagaba. Llamaba a su mamá.