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lunes, 20 de noviembre de 2023

Hablar por hablar

Durante la pausa destinada para almorzar, Claudia irrumpió en el compartimento que ocupa Silvia en la oficina.
- Che, no sabés de qué me enteré . - Shhh! Bajá la voz. Sabés bien que estos durlocks tienen vida propia, escuchan. ¿Qué pasó?- le preguntó casi susurrándole. - El jefe mayor – con el dedo índice le señaló una puerta blanca – está con otra. - ¿Qué? ¿Se separó de Estela? - Que yo sepa, no. Eso, en esta época, nena, no es incompatible con lo otro – se rió. - ¿Estás segura? ¿La conozco? - Absolutamente, claro que la conocés – levantó las cejas e hizo un movimiento con las manos – pero es la que menos pensás. - ¿Pamela, la secretaria? - Te dije que es la menos obvia. No es con la que pasa más tiempo acá. - Sí, tenés razón. Además, Pamela está re casada. ¿Gigí? No me digas que es Gigí… - Pero nooooo, a esa le gustan las chicas. - Seeee, tenés razón. Entonces… ¿Quién queda? La señora Clara no, podría ser su madre. Nooo, no me digas, ¡Violeta! “No la dejes ir, no la dejes ir, quién es te lo digo yo… Violeta…” - Callate tonta, dejá de cantar. Te van a escuchar. - No me digas – y se tapó la boca - , mirá vos la mosquita muerta. Y Quinteros ¡qué atorrante! Ayer mismo se me insinuó. Lo de este tipo ronda el acoso – dijo, mientras movía la cabeza de un lado para el otro e inclinaba sus labios cerrados hacia la derecha -. Es más, me invitó a almorzar. - ¿Fuiste? - Ni en pedo. Está bien que tenga guita y cierta pinta; pero no me lo garcharía ni ahí, viejo verde y, encima, con halitosis – las dos se rieron - le dije que me había pedido una ensalada y que ya me la traían. Por suerte, zafé. - Pero eso no es todo, parece que la minita está embarazada. - ¡¿Qué?! ¿Estás segura? - Eso dicen. - Pero… ¿será de él? - Por lo menos, es lo que comentan por acá. Pablo dice que hace como un mes lo vio a él entrar a un telo. No pudo verla totalmente a ella, pero tenía la fisionomía de Violeta. Las dos hicieron una pausa, para procesar datos y atar cabos. Silvia rompió el silencio. - Vos sabés que el viernes pasado, en una de las idas a su oficina para llevarle unos papeles, percibí la mirada de Viole escudriñándome. Y cuando salí, a los minutos, se hizo la disimulada, como que iba para el office; pero me seguía mirando. - Yo sospechaba algo desde hacía tiempo, pero no quería mandarla al frente. Varias veces, a la salida, la invité a caminar juntas hasta la parada, como lo hacíamos habitualmente; pero hace un tiempo que me evita, que me dice que va para el centro o que tiene que terminar algo, acá en la oficina. - Excusas para quedarse a solas con él. Todo cierra ahora. Pablo me contó también que la vio ayer cuando le entregaba un sobre, también cuando el jefe leía su contenido y cuando se agarraba la cabeza con las dos manos. - Seguro eran los resultados de los análisis de embarazo. - Sí, seguro… mirá la muy turrita. Tan buenita que parecía. Silvia saca dos manzanas de su mochila - ¿Querés una? - No, gracias me traje un yogur. Se escuchan pasos que se dirigen a ellas. Es Violeta. - Hola, chicas. ¿De qué hablaban? - Nada importante, pavadas – contestó Claudia. - Vos, ¿cómo andás Viole? ¿Todo bien? No sabía si contarlo o no. Claudia y Silvia no eran sus mejores amigas; pero sí compañeras piolas. Contarlo, tal vez le sacaría un poco de angustia. - Ayer me dignosticaron cáncer.

Quiebre Definitivo

Lamentablemente seguimos viviendo en el mismo barrio. Te veo pasar regularmente por mi casa o te cruzo en alguna esquina. Si pudiera, me iría a vivir a otra ciudad. Me solés saludar. ¿Para qué? Ya no hay nada más que hacer. Parece mentira que en otra época hayamos sido hermanas inseparables. Todo lo charlábamos, todo lo decidíamos juntas. Siempre creí que no había secretos entre nosotras. Te confié hasta lo más íntimo. Sabés todo de mí. Ahora entiendo, toda esa información te vino al pelo para tu propósito. No sé, sinceramente, no sé, Viviana qué pasó por tu cabeza cuando tomaste la decisión de cortarte sola. Bah, sola no; con tu hijo, quien planeó brillantemente todo. Recuerdo perfectamente el día del último funeral; el momento exacto en el que me dijiste: - Andre, estás muy cansada. Me voy de vacaciones a las termas con las chicas de telar. ¿Querés venir? - No las conozco mucho. - Eso no importa. Vas a ver que la vamos a pasar bien; son re piolas. Además, es un regalo de mi parte. - Pero… no. - Sí, sí. Yo te regalo el viaje y la estadía. Caro me salió ese viaje. Te lo pagué con creces. Viviana y Andrea cuidaron a dos tías muy longevas. Es verdad, le dedicaron tiempo, alma y compasión en los últimos momentos de sus vidas. Eso nadie lo pone en duda. Una, Federica, falleció a los 94. La otra, Antonia, ¡a los 99! Nunca se habían casado. Habían sido maestras normales. Toda una vida dedicada a la enseñanza - aún jubiladas impartieron clases particulares a cuanto vecinito, sobrino o sobrinonieto se le cruzara -; y, al cuidado de su madre que murió también muy anciana. Hasta los ochenta y pico, se las arreglaron bastante bien solas. Más tarde, requirieron de la ayuda de una señora que les limpiaba la casa y les hacía la comida. Después de los noventa, sobre todo Antonia, comenzó con problemas cognitivos. Algunas neuronas empezaron a disfuncionar y aparecieron las primeras isquemias. Andrea y Viviana, las dos sobrinas mayores, libremente se postularon para atenderlas. Viviana, se encargaba de la administración de la jubilación de cada una; y de las rentas que recibían por unas hectáreas de campo y otras propiedades; así como también, del pago de impuestos y servicios. Andrea las llevaba al médico; les hacía las compras; les daba los remedios. Todo parecía funcionar muy bien entre ellas. Si algún otro sobrino ofrecía ayuda, raramente delegaban. Por eso, los demás familiares quedaron prácticamente al margen, en cuanto a cuidado se refería. Visitaban a las tías; pero no se metían más allá de los límites que le permitían Andrea y Viviana. Sí disfruté del viaje; tus amigas muy macanudas. Es cierto, me distendí, descansé, me distraje. No tuvimos tregua desde que tía Antonia empezó con su alzheimer: todo lo repetía quinientas mil veces; todo había que repetírselo como a una nena porque no lo recordaba. Un desgaste sin igual. Después, el infarto de Federica; repartirnos las idas y venidas a terapia para no dejar a Anto sola. Al mes, la muerte de Fede. La declinación de Anto y su posterior deceso. En un año, las despedimos a las dos. Nosotras dos estuvimos en todo. Sólo vos y yo sabemos por lo que pasamos. Por eso, porque compartimos ese cuidado, esa preocupación y tantos días y noches con el corazón en la boca, no entiendo tu actitud. Tal vez, no; porque nunca llegué a conocerte verdaderamente. Cuando me dejaste en mi casa, después de que llegáramos de Río Hondo, me dijiste: “mañana tengo que hablar con vos”. Por tu tono solemne, me preocupé. Temí por tu salud. Jamás me imaginé que te despacharías con lo que te despachaste. Al día siguiente, domingo, Viviana y Andrea se dieron cita en un bar céntrico. Después de hablar de bueyes perdidos, de lo bien que la habían pasado en el viaje; de dar tantos rodeos, Andrea, por fin, se animó: - Vivi, ¿qué era eso que me tenías que contar? Debe ser grave, porque no quisiste decírmelo en mi casa. - Te cuento que las tías me pidieron que no lo contara hasta que las dos partieran de este mundo – hizo una pausa demasiado larga para su interlocutora, quién enseguida arremetió. - ¿Cuál es el misterio? - Cuando Antonia estaba bien de la cabeza me dijo que tanto ella como Federica querían dejar toda la herencia a Joaco. Que en la casa podía poner su estudio de abogado y seguir con las rentas de las propiedades para comprarse su propia casa. - Y…¿por qué no me lo contaste? - ¡Me rogaron que no sea en vida de ellas! - se defendió. - Y… cumplir con la voluntad. En realidad, ya todos los trámites estaban hechos. Joaquín, su hijo, había convocado a escribanos amigos para hacer el testamento y transferir todo a su nombre. A esa instancia no se podía hacer nada más. Andrea quedó paralizada. No supo qué decir ni hacer. Cuando llegó a su casa, su hija le preguntó por qué estaba tan pálida. Andrea la miró con ojos vidriados y, por fin pudo llorar; lloró amargamente. Se sentía totalmente traicionada; se le acaba de caer el velo y podía ver claramente. Viviana había dejado al desnudo su lado oscuro; su verdadera identidad. Honestamente, a Andrea la plata no le interesaba; siempre decía que “va y viene”. Lo que realmente la había lastimado era la actitud de su hermana. Esta acababa de romper para siempre un vínculo que trascendía, por lo menos para ella, los lazos de sangre. Cuando se enteraron los demás sobrinos – mamita santa – lo menos degradante que le dijeron a Viviana fue “zorra trepadora”; “hija de puta”. Pusieron abogados; otros escribanos y hasta grafólogos para determinar si las firmas eran realmente las de las tías. Todo, absolutamente todo, había sido ejecutado a la perfección. De la noche a la mañana, Joaquín Suárez tuvo su propio estudio; se dio el lujo de alquilar una de las habitaciones de la casa a un colega que instaló allí su oficina; se compró un chalet en un barrio privado, un auto y hasta una lancha. Hoy sus tres hijos estudian en universidades privadas de la Capital, muy caras; y llevan una vida holgada. - Lo que nunca voy a perdonarte – le dijo un día Andrea a Viviana – cuando esta última intentó disculparse – por qué no me lo contaste, si en realidad era así, si en realidad las tías te lo habían pedido. Sabés que no hubiera salido de mi boca. Ahora todo me es muy confuso; ahora no te creo nada.

¿Piedra, papel o tijera?

Último día del Mundial de Escritura. Son las nueve de la noche y todavía estoy en veremos; y eso que lo intento desde las ocho de la mañana. Más de doce horas; ninguna idea o ideas que no me gustan. No se me ocurre nada. La tecla borrar de mi compu ya está cansada, igual que mis neuronas. Estoy muy resfriada. Sólo me motiva no fallarle a mi grupo. Es sábado, el día especial que le dedico a mi esposo. Miro los objetos que me rodean: mi agenda; mi cartuchera colorinche; el mouse; el estuche de mis lentes; la ruana que le presté anoche a Agustina porque tenía frío mientras miraba una película; el cajón con las piedritas sanitarias de nuestras gatitas; la mesa; las sillas; un tarro de miel que le regalaron a Héctor en el trabajo. El reloj de pared. El tiempo que corre… Leo nuevamente la consigna y me pregunto: ¿qué selecciono? ¿Enumero objetos primero? ¿O pienso en la escena, en una historia y de ella extraigo objetos que me permitan narrarla? Voy hasta el escritorio donde tengo mi biblioteca, a ver si el entorno me inspira más. Muchos libros; cantidad de títulos; millones y millones de palabras; infinitos caracteres. Invoco a los escritores, de esos libros: ¡Por favor, ayúdenme! Surge la imagen de Emilia, mi nieta, jugando con su tío a “¿Piedra, papel o tijera?”. “Son tres objetos”, me digo, que invitan a optar, a elegir. ¿Qué se me podrá ocurrir con esto? Preparo el almuerzo. El “Piedra, papel o tijera” sigue en mi cabeza. “¡Por algo será!”. Aparece una incógnita recurrente en mí desde hace tiempo: ¿Qué va a pasar con mis cosas el día que yo me muera? Exprimo al máximo mis neuronas. Y recuerdo lo que dijo el coordinador de este torneo de escritores: “esto es un juego”. “Es el último día del Mundial”, repito. "Tengo que jugar de algún modo". Me consuelo: ¡demasiado! Algo va saliendo, con dificultad, pero va saliendo. Mi hija Agustina me dice que esta idea podría ser para unos nenitos de primaria… "Pero el tema medio fuerte", le digo. La miro muy seria; después nos reímos a carcajadas… ¡Puedo asumir mis límites! ¡Mostrar mi vulnerabilidad! ¿Qué pasará con mis cosas el día que yo me muera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Con mi colección de plumas; mi piedrita dibujada; los lentes que ya no uso, y mi mate de madera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿El celular ya gastado; mi carrito de mandados; aquel libro favorito que aún llevo en mi cartera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Qué será de mis cuadernos donde guardé pensamientos; y de la netbook tan vieja donde escribo este poema? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Se quedará Agustina con mi ruana color verde? ¿Y Vero con ese chal que ahora uso en primavera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Será Gabriel el que escoja quedarse con mi bufanda y con las pocas monedas que tengo en mi billetera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Mis lanas, mi costurero, los dedales del abuelo? ¿Se usarán, se venderán en una feria cualquiera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Qué va a pasar con las fotos, con mi bici, mis revistas, las mantillas de mi abuela? ¿Piedra, papel o tijera? Seguro Héctor elija los vinilos, los compactos, los videos BHS, los muñequitos de cera… ¿Piedra, papel o tijera? ¿Será Emilia la que copie las recetas que yo dejo; y use todos los fibrones que guardo en mi cartuchera? ¿Piedra, papel o tijera? ¿Y Santiago? ¿Se quedará con algo? ¿Con mi taza, mi bombilla, mis licores, mi paraguas, lapiceras? ¿Piedra, papel o tijera? Seguro me iré volando cargada de mil recuerdos, Soltando, soltando, objetos… Me iré liviana y sin prisa abrazando mis afectos. El tiempo habrá terminado. No importa. ¡Será otro el juego!

viernes, 15 de septiembre de 2023

Horma de su zapato

Una imagen: una pareja de cuarentones sentados en la parte delantera de un Renault 12, blanco, modelo 79, impecable. Detrás de ellos, dos niñas preadolescentes. El auto se ha puesto en movimiento; el hombre conduce. Otra imagen: el hombre y la mujer adultos, los mismos del auto. Es verano, de noche. Ambos están sentados en uno de los bancos del gran patio de la casa. La brisa cálida de enero acaricia apenas sus rostros. Conversan acerca de ese leve viento, del cielo que los cobija, de las estrellas que hay en ese cielo que los cobija. Se los ve plenos, felices, mientras degustan una bebida, sin alcohol, a base de hierbas. Más imágenes El hombre corre la silla de la mujer para que esta se siente a la mesa. Hay una mueca de gratitud en el rostro de ella y un brillo especial en los ojos de él. Ella compra una fina corbata en la tienda más grande de la ciudad porque él cumple años. Él llega a la casa el día del cumpleaños de ella con un pequeño regalo envuelto en papel de joyería. Ella se pone colorada cuando se lo da, pero no se anima a abrirlo. Nadie, los de su familia, se atreven a insinuar que lo haga. Se dirige a su cuarto y allí lo deja. Vuelve. Hay almuerzo especial en la casa ese domingo. Es 31 de diciembre, la familia grande se ha reunido en la casa de los abuelos, no sólo para despedir el año y dar la bienvenida al que llega, sino porque el primero de enero cumple años la abuela. El triple festejo hace que el encuentro sea multitudinario: hay hijos e hijas, primos y primas, sobrinos y sobrinas, nietos y nietas, cuñados y cuñadas, amigos y amigas. En este último grupo está él, siempre atento a los movimientos y necesidades de ella, sumamente respetuoso, siempre cortés y correcto con todos. Han pasado ya más de treinta años de aquel momento en el patio donde la pareja se sentaba a contemplar el cielo. Hay una imagen que se reitera día tras día: ella sale de la casa rumbo al geriátrico donde él se encuentra, lleva un paquete con comida. Se la ve cabizbaja y apesadumbrada. Descripto esto no dice nada, define muy poco. Eso sí pueden surgir infinitas hipótesis que traten de explicar quiénes son: ¿un matrimonio?, ¿amigos?, ¿novios?, ¿vecinos? Pero… ¿por qué esa necesidad de buscar siempre una explicación, una respuesta, de tener que poner nombre a toda relación? Las imágenes se suceden una tras otras, inconexas, sin orden determinado, como en un videoclip; a veces son fugaces -precisas o difusas-; otras, más duraderas y nítidas. Por esta razón, cuesta lograr el cuento, hace falta encontrar un hilo conductor. Lo que sí está claro y es recurrente la pareja mayor, los personajes principales: ella, Amalia; él, Pedro. Los dos, partes de una “historia de amor”. Es indudable que se aman; los gestos, las posturas, los detalles, las palabras, los silencios,… lo hacen evidente. Otra imagen: el rostro cordial de Pedro que, al mismo tiempo, inspira un profundo respeto. La timidez de Amalia que tapa con la mano izquierda su rostro sonrojado cada vez que Pedro u otra persona hace una broma o un comentario “atrevido”. Sobre el escritorio del zaguán está su sombrero, el de él, más allá un perchero del que cuelga una chaqueta de grueso paño. Recién ha llegado y ella va a su encuentro. Son las ocho de la noche. Por largos minutos permanecen parados conversando afablemente. Pasan al comedor. Catalina, la hermana de ella, sirve café. Hace mucho frío. Son varios los adultos sentados a la mesa. Pedro pregunta quién aún no se ha servido azúcar. Algunas manos femeninas toman la azucarera; Pedro espera -desde su grandiosa caballerosidad- que todos se sirvan para ser él el último aunque el café se le haya enfriado. Es sábado. La abuela Isolina, la mamá de Amalia y de Catalina, ante la inminencia de la cena, pregunta qué les gustaría comer. Pedro propone pollo al spiedo – está de moda ese plato - y se ofrece para ir a comprarlo. Y aquí aparece el enlace con la primera imagen: las niñas y los adultos del Renault 12, modelo 79. Los cuatro van a comprar el pollo. Amalia les ha pedido a sus sobrinas que, por favor, vayan con ellos. Para ella no está bien visto que una pareja que no se ha casado viaje sola en un auto. A las chicas les encanta acompañarlos: es una linda oportunidad para pasear un poco y divertirse. No hay imágenes de besos pasionales, ni de abrazos fogosos, ni de caricias sensuales. Pero sí, de miradas que acarician, de gestos que abrazan y de palabras que besan… Durante sesenta años, siempre juntos; sin embargo nunca se casaron ni vivieron bajo el mismo techo. Tal vez muchos no han entendido su historia y pocos la aceptaban. Ellos se amaron a su manera. Paradójicamente, cargaban mandatos y prejuicios pero se sentían libres. Se reconocían y elegían así. ¿Quién dijo que hay que amarse de determinada manera? Amalia y Pedro. Pedro y Amalia. En el buen sentido: tal para cual. Cada uno era la horma del zapato para el otro. Imagen final La lápida de mármol sobre una tumba, en un cementerio parque. Está grabado en ella: “Pedro…….. (1915 - 2001); Amalia…… (1916 – 2007)”. No tiene epitafio, pero todo cuento puede valerse de infinitos recursos. Suponer es uno de ellos y, en el caso del cuento realista, hacerlo parecer verosímil es otro. Entonces, la lápida de mármol sobre el sepulcro de Amalia y Pedro reza: “Donde hay gran amor, hay milagros. La vida no es para siempre; el amor es eterno”. Araceli Casagrande Setiembre, 2018

martes, 24 de mayo de 2022

Las recetas de mamá

Guiso de fideos/arroz/lentejas

Ingredientes: (para 2 porciones abundantes)

1 cebolla chica

1diente de ajo

1/2 pimiento rojo mediano

1 zanahoria

2 papas medianas

300 g de carne picada o de carne para estofado

1 chorizo colorado

2 tazas de agua o caldo 

1/2 paquete de fideos guiseros (mostacholes, coditos o tirabuzón); o 1taza de arroz ya cocida; o 1 taza de lentejas ya cocidas

1/2 cajita de puré de tomate

Sal, condipizza a gusto.


Preparación:

• Hervir los fideos/arroz/lentejas con sal, colar y reservar

• Cortar en cuadraditos la cebolla, el pimiento,  la zanahoria y la papa. Si la carne es para estofado, cortarla en cuadraditos, también. 

• Colocar un chorro de aceite en la olla Essen.

• Cuando esté caliente,

 poner a dorar (sellar) la carne y los chorizos.

• Agregar luego la cebolla, la zanahoria y el pimiento.

• Cuando la cebolla esté transparente agregar el ajo picado y una de las tazas de agua, revolver bien.

• Cuando la zanahoria esté un poco menos dura, agregar la papa. Agregar más agua. Seguir revolviendo.

• Cuando la papa, esté un poco blanda, colocar el tomate. Condimentar con sal y demás. Revolver.

• Cuando esté todo al dente (significa blando,  pero no super blando), y la carne cocida y blanda, agregar los fideos/arroz/lentejas
. Esperar q se calienten y listo. A comer!

martes, 29 de junio de 2021

¡CUIDADO, LE VAS A HACER MAL AL BEBÉ! por Araceli Casagrande

 

Conocí a Gladys N en un curso de narración oral que hacíamos un sábado cada quince días en la sala mayor del museo “Cayetano Alberto Silva” de mi ciudad. Hace unos cuantos años ya. Gladys tenía 80 años, lo dijo públicamente cuando se presentó. La verdad que no aparentaba su edad; se mostraba jovial, vestida a la moda, actualizada, le gustaba estar con nosotras, las más “jóvenes”.

Uno de esos sábados, Maribel – nuestra profesora – nos planteó una consigna: “de a pares, narrarnos, una a la otra, algo potente que nos hubiera sucedido”. Esto que voy a contar es lo que compartió Gladys conmigo:

“ Tenía cinco años cuando mi mamá quedó embarazada después de tres años de búsqueda infructuosos. Mi papá y mi abuela, sobre todo, festejaron ese acontecimiento con mucha emoción. Yo quizá, también al comienzo. Deseaban tanto darme un hermanito que me habían contagiado.

A la sexta semana, mamá empezó a tener pequeños sangrados; pero el médico le dijo que era normal; igualmente le recomendó reposo. Los sangrados continuaron con mayor intensidad y volumen. De ahí que se pasara casi todo el día en la cama; papá trabajaba en el comercio por lo que sólo lo veía a la hora de comer. La abuela María les vino a dar una mano. Entre eso, ocuparse de mí.

Llegaba a la mañana, antes de que mi papá se fuera al negocio. A veces, yo ya estaba despierta y enseguida la reclamaba, quería que me atendiera:

- Esperá, gringuita – así me llamaba, aunque yo odiaba ese apelativo – tengo que atender a tu mamá.

La seguía hasta el dormitorio, me abalanzaba sobre la cama provocando cierto movimiento riesgoso para la imperceptible panza de mi mamá, entonces las dos me gritaban casi al unísono:

- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!


Esto se repetía día tras días ante mis insistentes demandas de atención. Tanto se repetía que llegué a odiar a ese bebé que me estaba robando el afecto de todos. Mi papá, cuando regresaba a las doce del mediodía o a la ocho de la noche, apenas si me daba un beso. Su cuerpo cansado y preocupado lo llevaba directo al dormitorio y a la observación de mamá.

Era única hija, muy acostumbrada a que todo girara a mi alrededor; y así, de repente esto se había truncado. Probé varias estrategias para lograr mi cometido: llorar porque me dolía la panza; hacer muchos dibujitos a mi mamá; dar vueltas en triciclo por toda la casa; trasladarme con mis muñecas al lado de la cama grande; pero, nada. Si me acercaba más allá de los límites impuestos:

- ¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!

Una tarde de primavera, cuando ya la panza de mamá estaba bastante crecida – no lo suficiente, como después lo supe – llamaron de urgencia a la ambulancia, porque “mi hermanito estaba por llegar”. “Por fin”, me dije. Me dejaron con Carmen, la vecina, una fanática de la limpieza que no me dejaba tocar ni hacer nada. Me sentó a la mesa; me dio la leche y, después, me ofreció papeles y un lápiz para que dibujara. Enseguida me morí de aburrimiento y ansiedad.

Ya era casi de noche, cuando llegó papá a buscarme. Escuché que, con cara de abatimiento, algo le decía a Carmen. Me llevó a casa y me explicó que mamá iba a estar unos días más en el hospital, que la abuela Elena, su mamá, vendría a cuidarme a la mañana siguiente.

- ¿Y la abuela María? – pregunté.

- Se quedó a cuidar a tu mamá.

Del bebé no dijo nada y yo no me animé a preguntarle. Es más, ya ni me importaba.

A los dos días regresó mi mamá a la casa. Pálida, sin fuerza, triste, muy triste. Me acerqué para abrazarla. Me miró y se largó a llorar.

Después la abuela María me explicó – como pudo - que mi hermanito no había podido nacer vivo.

Nunca más se habló del tema, pero yo siempre me quedé con la angustia de que había matado a mi hermanito, porque no lo había cuidado. Por muchos años me taladró el oído aquella advertencia: “¡ Cuidado, le vas a hacer mal al bebé!”.

 

Ya han pasado setenta y cinco años de aquello. Hace más o menos veinte que la bóveda donde están sepultados mis familiares empezó a tener graves problemas de humedad; el piso estaba cediendo. Había que hacer algo. Con una de mis primas tomamos la decisión de comprar nichos y pasar los cajones a ellos. Uno de los sepultureros nos recomendó reducir los cadáveres más antiguos.

Después de cumplir con los requisitos que pide el municipio, fuimos una mañana con mi prima cerca del mediodía a hacer la verificación de cuerpos. Cosa nada agradable.

Cuando retiraban el cajoncito blanco, supe que era el de mi hermanito.

- Gladys, andá vos – me dijo mi prima.

Presencié el momento en el que el sepulturero abría el pequeño ataúd y el modo en que retiraba suavemente un cuerpecito rígido envuelto en una mantilla blanca que se había vuelto amarillenta. Estaba intacto. Me acerqué, le pedí al señor que me permitiera tomarlo entre mis brazos. Me lo entregó.

Por primera vez , conocía a mi hermanito sin nombre.

Por unos minutos lo acuné en silencio. Lo besé en su helada frentecita, hice rozar las yemas de mis dedos por sus párpados cerrados. Luego, le susurré al oído: “Perdoname, perdoname”.

Después de aquel momento, algo cambió en mí. Me sentía más liviana, libre de culpa. Mi hermanito me había perdonado; y yo tenía un angelito en el cielo”.

SIN RESPUESTA por Araceli Casagrande


Hasta en el último aliento, Nicolás se preguntó por qué.

¿Por qué esa fría madrugada de junio lo había sacado de la cama; y mientras lo ayudaba a vestirse, le pedía que no hablara ni hiciera ruido?

 

Semidormido había visto dos maletas sobre el piso de su cuarto; el tapado rojo de su madre y su saquito de paño escocés, sobre una silla.

Rápidamente, se sintió llevado de la mano; y fue subido a un coche que manejaba un señor desconocido. Su madre iba al lado del conductor. A los pocos minutos, bajó con ella en la estación de trenes. Vio cómo el señor del auto la saludaba con un beso en la mejilla.

Llegaron hasta la ventanilla y escuchó que su mamá pedía dos boletos:

- A Villa María, dos. Uno mayor; uno menor.

Aún sin saber el motivo de estas acciones, Nicolás no preguntó nada. Todavía no podía despertarse del todo. Esperaron un rato largo sentados en un banco de madera, en el andén.

A lo lejos se sintieron los chiflidos de la máquina a vapor. El tren se aproximaba. Un señor con una gorra bordada y saco azul les indicó que subieran. Pocas personas en el vagón.

Pasaron otros minutos y el tren se puso en marcha. Ya un poco más despabilado; y al percibir que su mamá estaba más calmada, se animó a hablar.

- Mamá, ¿de quién nos escapamos? ¿Adónde vamos?

A su madre no le sorprendió la primera pregunta; sabía que su hijo mayor, pese a sus escasos diez años era muy astuto, se daba cuenta de todo.

- Mirá, Nico – comenzó - las cosas con papá no andan bien hace mucho rato. Vos lo sabés bien. Nos vamos de casa, por lo menos por un tiempo.

Claro que lo sabía. Había presenciado muchos ataques de ira que ambos se propinaban mutuamente; había escuchado gritos, los golpes de su padre contra la mesa del comedor, los llantos desesperados de su madre, la ruptura de cosas que caían. Esto siempre le daba mucho miedo; pero para proteger a sus hermanitos se armaba de coraje, los llevaba al dormitorio; les tapaba los oídos con sus manos como podía y los entretenía leyéndoles los textos de su libro de lectura.

- Entonces, ¿te escapás de él?

- Y…sí, en cierta manera, sí.


 

 

Nicolás Andrada, en los últimos estertores de vida, volvió a preguntarse por qué.

¿Por qué su madre lo había elegido a él solamente para este destierro? ¿Por qué había dejado a sus otros dos hijos, Luis y Pedro, de - siete y cinco años, respectivamente - con su padre?; ¿por qué no los había llevado con ellos?

Entre espasmos, escuchaba la voz de su madre y podía ver su bello rostro. Era realmente una mujer hermosa. Esbelta, elegante, de manos suaves y rizos color café.

 

 

- Este tren nos está llevando a Villa María; allí vive mi amiga Paulina, la que está conmigo sentada sobre el tronco de un árbol caído, en una plaza. ¿Te acordás? Está en mi álbum de fotos, el rojo. Alguna vez te lo mostré.

En realidad no se acordaba; pero asintió con la cabeza.

- Paulina vive con Antonio, su esposo. Tienen un hijo, Jorge, de doce años con el que creo que te vas a llevar muy bien. Por un tiempo, estaremos allí.

Bostezó y se tiró sobre los dos asientos vacíos de enfrente y el sueño lo venció. Cuando se despertó, estaba amaneciendo. El tren se detuvo.

Luego de una larga caminata, con las maletas a cuestas, llegaron a una casita gris. Una señora gorda los recibió.

- Ella es Paulina.

- Hola, querido. Pasen, pasen. Deben estar cansados.

Los llevó hasta una habitación donde había dos camas; y les ofreció algo para tomar. Él sólo quería un vaso de agua e irse a dormir.

Aún sentía el olor a humedad de la frazada y el frío de la habitación, cuando se despertó. Sin embargo lo que vio, o mejor dicho, lo que no vio lo perturbó al extremo. Sólo había sobre el piso una maleta, la más chica, la de él; y el tapado rojo de su madre no estaba por ningún lado. En un primer momento pensó que ya se había levantado, y que había mudado sus cosas a otra parte de la casa; pero algo más lo hizo dudar: la cama de al lado parecía no haberse usado. Las cosas que estaban sobre ella cuando llegaron todavía permanecían.

Saltó de la cama y corrió hacia la cocina. No había nadie allí; tampoco nadie en las demás habitaciones. Estaba solo en una casa que no era la suya. Desesperado, salió al patio. Un chico rubio estaba pateando una pelota.

- ¿Jugás? – le preguntó -. Soy Jorge, el hijo de Paulina.

- Hola. ¿No viste a mi mamá?

- Se fue temprano.

- ¡¿Cómo?! ¡¿Adónde?! – gritó.

- No sé, preguntale a mi mamá.

Lo condujo a un sitio lindero a la casa. Entraron. Era un bar. Ahí estaba Paulina, detrás del mostrador

- Señora, mi mamá, ¿dónde está mi mamá?- preguntó agitadamente.

- Vení, tranquilizate. Sentémonos.

Lo llevó hasta una mesa; le pidió a Jorge que le sirviera un mate cocido.

- Tu mamá se fue por unos días a Buenos Aires. Tiene más posibilidades de encontrar trabajo allá que acá. Me dijo que te dijera que, apenas lo consiga, te va a venir a buscar.

 

 

Cuando la muerte estaba a punto de llevárselo, Nicolás seguía preguntándose por qué. ¿Por qué nunca más había aparecido? ¿Por qué jamás le había enviado una carta? ¿Por qué, por qué, por qué?

 

En el hospital “Remedios de Escalada” dos hijas lloran y se consuelan mutuamente.

- Dejó de sufrir.

- Es cierto.

- Contame. Vos que estuviste. ¿Cómo fue?

- Estaba muy inquieto. Divagaba. Llamaba a su mamá.