Todos, en el pueblo lo llamaban “jefe”. Algunos le decían
“general”, aunque nunca había estado en el ejército. Don Héctor acostumbraba
hacer la venia cada vez que saludaba. Hombre respetuoso, amable y correcto como
pocos. Había sido ferroviario a fines de la década del cincuenta y a principios
de la del sesenta, cuando el Ferrocarril en Argentina comenzaba a despedirse de
su etapa de esplendor.
Había amado su profesión. Comenzó siendo guardavía en la
línea del Bartolomé Mitre, era el que movía las agujas en los puntos de empalme
cuando un tren debía hacer algún cambio de vía. Más tarde, debido a su
eficiencia y su alto grado de responsabilidad, lo habían ascendido a jefe de
estación, puesto privilegiado al que muchos aspiraban.
Junto con el intendente, el comisario, el juez de paz, el
médico, el director de la escuela y el cura formaba parte del staff de
autoridades del pueblo.
Se sentía orgulloso de su trabajo. Conocía al dedillo el
oficio y lo desarrollaba con pasión. En aquel mundo de ramales, locomotoras,
despachos, recibos y encomiendas había conocido mucha gente. Esto le permitió
hacerse de amigos y hasta encontrar a la mujer que más tarde sería su esposa.
Más allá de los beneficios que la empresa les otorgaba a sus
empleados, sus vacaciones, obviamente, las hacía en tren. De esta manera pudo
conocer y visitar muchos lugares de Argentina. En un tren de lujo se fue de
luna de miel a Salta y Tucumán.
Cuando sus hijos eran pequeños, el medio de transporte que
utilizaban para visitar a la abuela Isolina era el tren. Tenía miles de
anécdotas de viajes, de comunicados telegráficos confusos que producían
malentendidos, de pasajeros famosos o excéntricos que alguna vez se habían
bajado en la estación durante alguna larga parada, y de los encuentros o
reencuentros más emocionantes en el andén.
Además había sido testigo del crecimiento de muchos
pueblitos de su zona a la vera de las vías del ferrocarril: La Chispa, San
Eduardo, Sancti Spíritu, Arias, Alejo Ledesma, Benjamín Gould, Chovet, algunos
de la provincia de Córdoba; otros, de la de Santa Fe. Y también, de su
decadencia cuando el Ferrocarril se fundió. Muchos de ellos quedaron
prácticamente incomunicados, otros desparecieron o se transformaron en pueblos
fantasmas.
El día que lo despidieron se preguntó lo mismo que el
personaje de la canción de Jairo: “¿Qué es lo que hace un ferroviario cuando le
quitan el tren?” Don Héctor no se animó a robar la locomotora y fugarse con
ella como aquel. No estaba preparado para las transgresiones. Sin embargo, su
corazón patriota lo hubiera llevado a ser cómplice en la pintada y lustre
albiceleste.
Aquella tarde no pensó en él, no podía darse ese lujo. Su
familia era la prioridad. Tenía muchas bocas que alimentar y mandar a tres
niños a la escuela. Optó por buscar otro trabajo, el que fuere. Y, en otra
época, reciclarse.
Cuando ya de anciano cuenta sus anécdotas a alguno de los
nietos que quiere escucharlo repite: “nene, estudiá; vos estudiá. No sea que te
pase lo que me pasó a mí que me encapriché con el tren y no terminó ni
el sexto grado. Es cierto, el tren me llevó a muchas partes; pero un título hubiera ido conmigo adonde fuera".
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