Estoy atravesada por el infinito de la lectura.
Por todos los tipos de
intertextualidad.
En mi microcosmos, los textos
dialogan de todas formas.
Soy mi propio Aleph.
En cada ángulo, en cada arista
de mi ser se ha quedado atrapada alguna trama, una bella descripción, una
imagen, miles de imágenes, una frase, la frescura de algún diálogo, este
personaje, aquella canción, una escena, ese poema sagrado, el complejo de
Edipo.
Mi punto mítico alberga tanto
la depresión de Harry Haller, el lobo de la estepa; como el optimismo de
Robinson Crusoe; la fuerza bruta de la Carancha lidiando con las adversidades
del Delta; y la inocencia y la ternura del mundo maravilloso de Alicia.
Estando allí, en mi Aleph, he
podido sorprender a Pirandello escondido detrás de un anaquel, para no ser
encontrado por unos personajes que lo andan buscando desesperadamente; y me he
dejado atrapar por los queridos monstruos de Elsa Bornemann.
Me maravillé con el erudito
Borges y aplaudí el coraje de Arlt, quien jamás claudicó ante la dura crítica
de muchos. Alguno de ellos también me habitan.
Los padecimientos de Martín
Fierro han pasado y se actualizan en mis membranas argentinas. La decepción de
Alfonsina fue la mía. Aún conservo el “Tú me quieres blanca” que mi madre recitaba;
y que yo aprendí a repetir de memoria cuando todavía no sabía leer; así como
también el “puedo escribir los versos más tristes esta noche” que han inspirado
mis poemas adolescentes.
Mi Aleph es un divino arcón,
el búnker protector de fantasías, de sueños, de emociones.
Leer me ha abierto la cabeza
como a Mafalda y me ha dado el idealismo de Susanita. Me ha enfrentado a
revelaciones extraordinarias como cuando Hamlet supo que el asesino de su padre
era su tío, o cuando el Dr Jekyll mostró que también era Hyde.
Cuando dispongo mi espíritu y
me sumerjo en los destellos de luz que emergen de mi Aleph, escucho voces
entremezcladas.
Sin embargo puedo distinguir
las que se me hacen familiares:
la del principito pidiéndole a
alguien que le dibuje un cordero; la de Gregorio Samsa que se pregunta a sí
mismo, esa mañana, qué le ha pasado a su cuerpo; las del mago de Oz y Dorothy
que conversan afablemente; y también la de mi tía Cata que intenta por tercera
vez que mi "yo niña" entienda El Quijote.
Suelo escuchar el grito feroz
de aquel moteca la noche que los aztecas lo llevan boca arriba para el templo
de los sacrificios durante Las Guerras Floridas.
En mis pesadillas recurrentes
aparecen la criatura de Frankenstein; el conde Drácula y todas las proyecciones
cinematográficas que surgieron a partir de estas novelas, y que alguna vez vi
muerta de miedo.
Hay días en los que quiero volver al origen, retornar al vientre de mi madre como lo hace Marcial en su viaje a la semilla o nacer ya grande como Benjamín Button.
Todo puede estar en ese punto
infinito: la magia, el desorden, la inspiración, el genio de la creatividad,
los fracasos, los deseos, la inocencia, la soledad, el amor.
Puede estar lo que recuerdo y
lo que he olvidado; el pasado, el presente y el futuro; el cielo y el infierno;
la verdad y la mentira. Mis luces y mis sombras.
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