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martes, 29 de junio de 2021

MI ALEPH por Araceli Casagrande

Estoy atravesada por el infinito de la lectura.

Por todos los tipos de intertextualidad.

En mi microcosmos, los textos dialogan de todas formas.

Soy mi propio Aleph.

En cada ángulo, en cada arista de mi ser se ha quedado atrapada alguna trama, una bella descripción, una imagen, miles de imágenes, una frase, la frescura de algún diálogo, este personaje, aquella canción, una escena, ese poema sagrado, el complejo de Edipo.

Mi punto mítico alberga tanto la depresión de Harry Haller, el lobo de la estepa; como el optimismo de Robinson Crusoe; la fuerza bruta de la Carancha lidiando con las adversidades del Delta; y la inocencia y la ternura del mundo maravilloso de Alicia.

Estando allí, en mi Aleph, he podido sorprender a Pirandello escondido detrás de un anaquel, para no ser encontrado por unos personajes que lo andan buscando desesperadamente; y me he dejado atrapar por los queridos monstruos de Elsa Bornemann.

Me maravillé con el erudito Borges y aplaudí el coraje de Arlt, quien jamás claudicó ante la dura crítica de muchos. Alguno de ellos también me habitan.

Los padecimientos de Martín Fierro han pasado y se actualizan en mis membranas argentinas. La decepción de Alfonsina fue la mía. Aún conservo el “Tú me quieres blanca” que mi madre recitaba; y que yo aprendí a repetir de memoria cuando todavía no sabía leer; así como también el “puedo escribir los versos más tristes esta noche” que han inspirado mis poemas adolescentes.

Mi Aleph es un divino arcón, el búnker protector de fantasías, de sueños, de emociones.

Leer me ha abierto la cabeza como a Mafalda y me ha dado el idealismo de Susanita. Me ha enfrentado a revelaciones extraordinarias como cuando Hamlet supo que el asesino de su padre era su tío, o cuando el Dr Jekyll mostró que también era Hyde.

Cuando dispongo mi espíritu y me sumerjo en los destellos de luz que emergen de mi Aleph, escucho voces entremezcladas.

Sin embargo puedo distinguir las que se me hacen familiares:

la del principito pidiéndole a alguien que le dibuje un cordero; la de Gregorio Samsa que se pregunta a sí mismo, esa mañana, qué le ha pasado a su cuerpo; las del mago de Oz y Dorothy que conversan afablemente; y también la de mi tía Cata que intenta por tercera vez que mi "yo niña" entienda El Quijote.

Suelo escuchar el grito feroz de aquel moteca la noche que los aztecas lo llevan boca arriba para el templo de los sacrificios durante Las Guerras Floridas.

 

En mis pesadillas recurrentes aparecen la criatura de Frankenstein; el conde Drácula y todas las proyecciones cinematográficas que surgieron a partir de estas novelas, y que alguna vez vi muerta de miedo.

Hay días en los que quiero volver al origen, retornar al vientre de mi madre como lo hace Marcial en su viaje a la semilla o nacer ya grande como Benjamín Button.

Todo puede estar en ese punto infinito: la magia, el desorden, la inspiración, el genio de la creatividad, los fracasos, los deseos, la inocencia, la soledad, el amor.

Puede estar lo que recuerdo y lo que he olvidado; el pasado, el presente y el futuro; el cielo y el infierno; la verdad y la mentira. Mis luces y mis sombras.



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