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martes, 29 de junio de 2021

LOS MILAGROS TODAVÍA EXISTEN por Araceli Casagrande


Al principio logré ocultarlo en un lugar seguro. Fue una carrera contra el tiempo; contra el tiempo que mi mamá tardó en bajar de la terraza. Nadie se dio cuenta hasta una semana después.

- ¿Alguien vio el globo terráqueo? – preguntó mi hermana Mariela.

Mis padres tomaban mates en la cocina; yo, en la misma mesa, estaba haciendo los deberes. Apenas si escuchamos lo que había preguntado. Bah, yo sí escuché “terráqueo” y ya me di cuenta. Mariela volvió del escritorio a la cocina y preguntó por segunda vez:

- ¿Alguien vio el globo terráqueo? Lo necesito para hacer lo de Geografía.

Mi hermana era muy estudiosa; super responsable – lo es aún hoy, ya transformada en ingeniera -. En aquella época tener un globo terráqueo en la casa era todo un lujo. Yo tenía casi diez años. Entre las preocupaciones a esa edad, no estaban en mi cabeza la esfericidad de la tierra; ni si rotaba o se trasladaba; o si había más agua que tierra firme en el mundo, o... A mí lo que me fascinaban eran las pelotas: de cuero, de plástico, de trapo… Si eran grandes, mejor. Por eso, cuando llegó esa inmensa y extraña pelota a mi casa llena de países y nombres, fue para mí toda una novedad, nunca había tenido una pelota así de grande encima ¡de metal!

Mientras mi papá la sacaba de la caja y ante mis ojos curiosos; nos dijo a mis hermanas y a mí:

- Esto no es para jugar. ¡Es para estudiar! – aseveró.

Quedé atónito cuando la sacó. Para las dimensiones que yo manejaba por ese entonces, ¡era gigante! Además estaba inclinada y giraba sobre un soporte de hierro.

Mi papá la colocó arriba de la biblioteca, en el escritorio. Tenía que subirme a una escalerita para alcanzarla.

Adriana, mi otra hermana, que era la mayor y la más alta, la alcanzaba desde una silla. Como mis tareas de cuarto grado no requerían de semejante aparato, el globo terráqueo estaba prácticamente vedado para mí. Me daba tanta bronca cuando mis hermanas – que ya cursaban el secundario - lo giraban y hacían comentarios del tipo: “Ah, ¡mirá que grande que es la URSS, ocupa dos continentes!” o “¿Viste que el océano Pacífico no está cortado?” Estos descubrimientos no decían nada para mí. Es más, sonaban a provocación.

Por eso, aquella mañana de junio, cerca del mediodía no dejé pasar la oportunidad. Mi mamá estaba en el lavadero, al que se accedía por el patio. Yo estaba recuperándome de un resfrío; por eso por varias mañanas no había ido a la escuela. Estaba aburridísimo. Dejé mis autitos sobre la cama y, sigilosamente, me dirigí al comedor. Allí saqué, sin hacer el menor ruido, la escalerita de madera que mi mamá usaba para guardar cosas en la parte de arriba de los armarios. La llevé hasta el escritorio; me subí y lo alcancé. Guardé la escalera, dejé todo como estaba y volví a mi habitación. Mi mamá seguía en el lavadero.

Examiné mi trofeo por todas partes; lo toqueteé como nunca antes lo había hecho. Y… descubrí lo mejor: ¡la gran pelota se dividía en dos semiesferas! Sin pensarlo, las desmonté al instante. Por dentro, eran huecas, ¡guau! ¡Qué pelota inteligente! Hueca, pero rígida. Con mis radares auditivos fijos en los movimientos de mamá, advertí que se dirigía a la terraza. Todavía tenía tiempo: puse las dos mitades boca arriba, “parecen dos ensaladeras”, pensé. Las di vueltas y las junté “ahora, dos tetas gigantes” y me reí. Ya no me quedaba más tiempo para seguir experimentando; entonces comencé a ensamblar las dos mitades. Y ahí se ocasionó el problema: ¡no se unían, no encajaban! Los pasos de mi mamá bajando la escalera de cemento me indicaban que tenía que pensar en un plan B. Eso hice, lo intentaría más tarde. Junté las partes; puse todo en una bolsa y lo escondí en la parte de abajo de mi ropero camuflándolo con cajas de zapatos vacías.

Porque estaba seguro de mi escondite; esa tarde, ante la insistencia de Mariela, contesté.

- No, yo no lo vi.

- ¡¿Cómo que no está?!

- No, no está donde está siempre, no lo encuentro por ningún lado.

Mi papá se levantó de la silla y corrió hacia el escritorio. Escudriñó lugar por lugar; hueco por hueco.

- Preguntale a Adriana si ella lo usó, si sabe dónde está.

Adriana escuchaba canciones de Los Beatles en el combinado, en su habitación. En modo coartada, me adelanté yo.

- Adri, ¿viste el globo terráqueo? Mariela no lo encuentra. ¿Lo tenés vos?

- No, hace mucho que no lo uso.

- ¿Dónde está, entonces?

Mi mamá revisó todas las habitaciones, todos los rincones. Nada. Cuando se dieron por rendidos, comenzaron las elucubraciones.

- ¿Lo habrá robado la chica? – preguntó mi papá refiriéndose a quien ayudaba en la casa con la limpieza.

- O… el pintor, cuando vino a cobrar. Vos lo dejaste solo en el escritorio, mientras buscabas la plata – dijo mi mamá.

Y así todos fueron haciendo un recorrido mental por todas y cada una de las personas que esa semana habían ido a la casa; y por todos los movimientos (les faltó el mío).

- ¡Qué cosa rara! ¡Cómo puede ser!

- Aparte, no es algo tan fácil de robar. Su tamaño delataría.

Pasó el sábado, pasó el domingo, ya recuperado volví a la escuela. Mientras caminaba las dos cuadras que separaban mi casa de ella, se me encendió la lamparita: buscaría ayuda allí; mi maestra seguramente me daría una mano, pero tenía que pensar en una muy buena estrategia.

Cuando la señorita escribió “República Argentina” en el pizarrón y luego la señaló en el mapa; yo levanté la mano.

- ¿Sí, Vicente?

- En mi casa tengo un globo donde está Argentina.

- Debe ser un globo terráqueo.

- Sí, sí – y ahí nomás me animé - ¿quiere que lo traiga mañana?

- Bueno, como no.

Esa misma tarde, pedí plata a mi mamá para comprar cartulinas y conseguir algunos cartones.

- Son para Manualidades - mentí.

Metí el globo terráqueo desarmado en una bolsa, la más grande que encontré, y lo disimulé con los rollos de cartulina y el cartón.

A la mañana siguiente partí con el aparato hacia la escuela. Llegué al aula, se lo mostré a la señorita y le dije que por el camino se me había caído y desarmado. Creo que no se creyó del todo el cuentito; sin embargo hizo varios intentos para unir las partes. La clase ya empezaba y el ensamble no había sido posible.

- Vicente, no te preocupes. En el recreo le pido ayuda a la directora.

Así fue. Cuando tocó la campana que anunciaba el descanso, fui con mi maestra a la dirección. Ella explicó lo que pasaba. Ambas se pusieron a intentar armar; cuando ya parecía que lo lograban, zas! se les zafaba. En eso entró Carmen, una de las porteras, quien se sumó a la reconstrucción.

- Vamos, Vicente – me dijo la señorita Mabel – tengo que cuidar a tus compañeros. Ellas se ocuparán.

A la salida, pasé por la dirección. Por uno de los vidrios laterales que daba al patio cubierto pude ver a “mi trofeo” armado sobre una de las bibliotecas. Me puse feliz. Cuando estoy por golpear la puerta, mi mamá que nunca venía a buscarme, estaba cruzando la entrada. Desistí.

- Hola, mamá.

- Fui hasta el almacén, justo pasé.

 

El almuerzo. Jugar un poco. Los deberes. Antes de la merienda, le pedí permiso a mi mamá para ir al kiosco a comprar figuritas con mis ahorros. ¡Me dejó!

Aproveché, entonces, y después del kiosco, llegué hasta la escuela. Ingresé; pude ver nuevamente al globo terráqueo en la dirección. Esta vez sí, golpeé la puerta y me atendió la señora Marta, la vicedirectora. Le expliqué la situación; pero me dijo que ella no podía darme nada, hasta estar segura de que era realmente mío. Busqué por todo el patio a Carmen, la portera, hasta que – por fin- la encontré. Me acompañó y así, frente a su confirmación, obtuve lo que buscaba.

De regreso a casa, con el globo terráqueo sin envoltorio, rogaba que nadie de la familia se me cruzara. Felizmente, así sucedió. Entré por el garaje; mi papá ya había llegado de trabajar; me di cuenta enseguida por su voz en la cocina y porque estaba el auto. Para ir al escritorio y dejar el globo tenía que pasar inevitablemente por la cocina. ¿Qué hacer? Presioné el botoncito del baúl del auto; la puerta se abrió. No tuve otra opción: deposité el globo armadito e intacto allí dentro, junto a unas herramientas.

Saludé a papá. Le mostré mis figuritas recién compradas. Al rato, mamá llamó a cenar. La historia del globo terráqueo comenzaba a olvidarse y la pérdida de aquel preciado objeto se iba superando.

 

Después de cenar, papá se dirigió al garaje. Estábamos todos viendo la tele. Apareció enseguida con el globo terráqueo en sus manos.

- Miren lo que encontré en el baúl – dijo ante la sorpresa real de las mujeres y de la fingida mía.

- ¿Cómo apareció ahí? – preguntó Adriana.

- ¿Quién te lo habrá puesto? Alguien que te lo robó y se arrepintió – declaró Mariela.

- No importa – completó mamá – qué suerte que apareció. ¡Los milagros todavía existen!

- Sí,¡ todavía existen! – rematé yo.

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