Al principio logré ocultarlo en un lugar seguro. Fue una
carrera contra el tiempo; contra el tiempo que mi mamá tardó en bajar de la
terraza. Nadie se dio cuenta hasta una semana después.
- ¿Alguien vio el globo terráqueo? – preguntó mi hermana
Mariela.
Mis padres tomaban mates en la cocina; yo, en la misma mesa,
estaba haciendo los deberes. Apenas si escuchamos lo que había preguntado. Bah,
yo sí escuché “terráqueo” y ya me di cuenta. Mariela volvió del escritorio a la
cocina y preguntó por segunda vez:
- ¿Alguien vio el globo terráqueo? Lo necesito para hacer lo
de Geografía.
Mi hermana era muy estudiosa; super responsable – lo es aún
hoy, ya transformada en ingeniera -. En aquella época tener un globo terráqueo en
la casa era todo un lujo. Yo tenía casi diez años. Entre las preocupaciones a
esa edad, no estaban en mi cabeza la esfericidad de la tierra; ni si rotaba o
se trasladaba; o si había más agua que tierra firme en el mundo, o... A mí lo
que me fascinaban eran las pelotas: de cuero, de plástico, de trapo… Si eran
grandes, mejor. Por eso, cuando llegó esa inmensa y extraña pelota a mi casa
llena de países y nombres, fue para mí toda una novedad, nunca había tenido una
pelota así de grande encima ¡de metal!
Mientras mi papá la sacaba de la caja y ante mis ojos
curiosos; nos dijo a mis hermanas y a mí:
- Esto no es para jugar. ¡Es para estudiar! – aseveró.
Quedé atónito cuando la sacó. Para las dimensiones que yo
manejaba por ese entonces, ¡era gigante! Además estaba inclinada y giraba sobre
un soporte de hierro.
Mi papá la colocó arriba de la biblioteca, en el escritorio.
Tenía que subirme a una escalerita para alcanzarla.
Adriana, mi otra hermana, que era la mayor y la más alta, la
alcanzaba desde una silla. Como mis tareas de cuarto grado no requerían de
semejante aparato, el globo terráqueo estaba prácticamente vedado para mí. Me
daba tanta bronca cuando mis hermanas – que ya cursaban el secundario - lo
giraban y hacían comentarios del tipo: “Ah, ¡mirá que grande que es la URSS,
ocupa dos continentes!” o “¿Viste que el océano Pacífico no está cortado?”
Estos descubrimientos no decían nada para mí. Es más, sonaban a provocación.
Por eso, aquella mañana de junio, cerca del mediodía no dejé
pasar la oportunidad. Mi mamá estaba en el lavadero, al que se accedía por el
patio. Yo estaba recuperándome de un resfrío; por eso por varias mañanas no
había ido a la escuela. Estaba aburridísimo. Dejé mis autitos sobre la cama y,
sigilosamente, me dirigí al comedor. Allí saqué, sin hacer el menor ruido, la
escalerita de madera que mi mamá usaba para guardar cosas en la parte de arriba
de los armarios. La llevé hasta el escritorio; me subí y lo alcancé. Guardé la
escalera, dejé todo como estaba y volví a mi habitación. Mi mamá seguía en el
lavadero.
Examiné mi trofeo por todas partes; lo toqueteé como nunca
antes lo había hecho. Y… descubrí lo mejor: ¡la gran pelota se dividía en dos
semiesferas! Sin pensarlo, las desmonté al instante. Por dentro, eran huecas,
¡guau! ¡Qué pelota inteligente! Hueca, pero rígida. Con mis radares auditivos
fijos en los movimientos de mamá, advertí que se dirigía a la terraza. Todavía
tenía tiempo: puse las dos mitades boca arriba, “parecen dos ensaladeras”,
pensé. Las di vueltas y las junté “ahora, dos tetas gigantes” y me reí. Ya no
me quedaba más tiempo para seguir experimentando; entonces comencé a ensamblar
las dos mitades. Y ahí se ocasionó el problema: ¡no se unían, no encajaban! Los
pasos de mi mamá bajando la escalera de cemento me indicaban que tenía que
pensar en un plan B. Eso hice, lo intentaría más tarde. Junté las partes; puse
todo en una bolsa y lo escondí en la parte de abajo de mi ropero camuflándolo
con cajas de zapatos vacías.
Porque estaba seguro de mi escondite; esa tarde, ante la
insistencia de Mariela, contesté.
- No, yo no lo vi.
- ¡¿Cómo que no está?!
- No, no está donde está siempre, no lo encuentro por ningún
lado.
Mi papá se levantó de la silla y corrió hacia el escritorio.
Escudriñó lugar por lugar; hueco por hueco.
- Preguntale a Adriana si ella lo usó, si sabe dónde está.
Adriana escuchaba canciones de Los Beatles en el combinado,
en su habitación. En modo coartada, me adelanté yo.
- Adri, ¿viste el globo terráqueo? Mariela no lo encuentra.
¿Lo tenés vos?
- No, hace mucho que no lo uso.
- ¿Dónde está, entonces?
Mi mamá revisó todas las habitaciones, todos los rincones.
Nada. Cuando se dieron por rendidos, comenzaron las elucubraciones.
- ¿Lo habrá robado la chica? – preguntó mi papá refiriéndose
a quien ayudaba en la casa con la limpieza.
- O… el pintor, cuando vino a cobrar. Vos lo dejaste solo en
el escritorio, mientras buscabas la plata – dijo mi mamá.
Y así todos fueron haciendo un recorrido mental por todas y
cada una de las personas que esa semana habían ido a la casa; y por todos los
movimientos (les faltó el mío).
- ¡Qué cosa rara! ¡Cómo puede ser!
- Aparte, no es algo tan fácil de robar. Su tamaño
delataría.
Pasó el sábado, pasó el domingo, ya recuperado volví a la
escuela. Mientras caminaba las dos cuadras que separaban mi casa de ella, se me
encendió la lamparita: buscaría ayuda allí; mi maestra seguramente me daría una
mano, pero tenía que pensar en una muy buena estrategia.
Cuando la señorita escribió “República Argentina” en el
pizarrón y luego la señaló en el mapa; yo levanté la mano.
- ¿Sí, Vicente?
- En mi casa tengo un globo donde está Argentina.
- Debe ser un globo terráqueo.
- Sí, sí – y ahí nomás me animé - ¿quiere que lo traiga
mañana?
- Bueno, como no.
Esa misma tarde, pedí plata a mi mamá para comprar
cartulinas y conseguir algunos cartones.
- Son para Manualidades - mentí.
Metí el globo terráqueo desarmado en una bolsa, la más
grande que encontré, y lo disimulé con los rollos de cartulina y el cartón.
A la mañana siguiente partí con el aparato hacia la escuela.
Llegué al aula, se lo mostré a la señorita y le dije que por el camino se me
había caído y desarmado. Creo que no se creyó del todo el cuentito; sin embargo
hizo varios intentos para unir las partes. La clase ya empezaba y el ensamble
no había sido posible.
- Vicente, no te preocupes. En el recreo le pido ayuda a la
directora.
Así fue. Cuando tocó la campana que anunciaba el descanso,
fui con mi maestra a la dirección. Ella explicó lo que pasaba. Ambas se
pusieron a intentar armar; cuando ya parecía que lo lograban, zas! se les
zafaba. En eso entró Carmen, una de las porteras, quien se sumó a la
reconstrucción.
- Vamos, Vicente – me dijo la señorita Mabel – tengo que
cuidar a tus compañeros. Ellas se ocuparán.
A la salida, pasé por la dirección. Por uno de los vidrios
laterales que daba al patio cubierto pude ver a “mi trofeo” armado sobre una de
las bibliotecas. Me puse feliz. Cuando estoy por golpear la puerta, mi mamá que
nunca venía a buscarme, estaba cruzando la entrada. Desistí.
- Hola, mamá.
- Fui hasta el almacén, justo pasé.
El almuerzo. Jugar un poco. Los deberes. Antes de la
merienda, le pedí permiso a mi mamá para ir al kiosco a comprar figuritas con
mis ahorros. ¡Me dejó!
Aproveché, entonces, y después del kiosco, llegué hasta la
escuela. Ingresé; pude ver nuevamente al globo terráqueo en la dirección. Esta
vez sí, golpeé la puerta y me atendió la señora Marta, la vicedirectora. Le
expliqué la situación; pero me dijo que ella no podía darme nada, hasta estar
segura de que era realmente mío. Busqué por todo el patio a Carmen, la portera,
hasta que – por fin- la encontré. Me acompañó y así, frente a su confirmación,
obtuve lo que buscaba.
De regreso a casa, con el globo terráqueo sin envoltorio,
rogaba que nadie de la familia se me cruzara. Felizmente, así sucedió. Entré
por el garaje; mi papá ya había llegado de trabajar; me di cuenta enseguida por
su voz en la cocina y porque estaba el auto. Para ir al escritorio y dejar el
globo tenía que pasar inevitablemente por la cocina. ¿Qué hacer? Presioné el
botoncito del baúl del auto; la puerta se abrió. No tuve otra opción: deposité
el globo armadito e intacto allí dentro, junto a unas herramientas.
Saludé a papá. Le mostré mis figuritas recién compradas. Al
rato, mamá llamó a cenar. La historia del globo terráqueo comenzaba a olvidarse
y la pérdida de aquel preciado objeto se iba superando.
Después de cenar, papá se dirigió al garaje. Estábamos todos
viendo la tele. Apareció enseguida con el globo terráqueo en sus manos.
- Miren lo que encontré en el baúl – dijo ante la sorpresa
real de las mujeres y de la fingida mía.
- ¿Cómo apareció ahí? – preguntó Adriana.
- ¿Quién te lo habrá puesto? Alguien que te lo robó y se
arrepintió – declaró Mariela.
- No importa – completó mamá – qué suerte que apareció. ¡Los
milagros todavía existen!
- Sí,¡ todavía existen! – rematé yo.
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