Llevo apenas dos semanas de novios con Santiago. Es la etapa
del noviazgo donde las mariposas siguen estando en el estómago, un poco más
calmadas, pero están allí; el insomnio se va superando día tras días; los
suspiros desaparecen; el corazón recupera su ritmo normal y la piel ya no se
eriza tanto al contacto con el otro.
Pero lo que sigue intacto como el primer día es ese deseo
imperioso de impresionar, de maravillar. No sólo al novio; sino también, a sus
afectos más cercanos (léase: padres, hermanos, cuñados, amigos). Es el tiempo
de la aprobación.
Estoy empecinada en aprender a manejar. Si bien conozco los
rudimentos básicos, me falta práctica. Le cuento a mi amado. Con tal de
complacerme, me propone:
- ¿Querés venir al campo? Voy mañana con mi papá. Vamos en
el auto viejo, podés dar unas vueltas en él y practicar.
Me gusta y no me gusta la idea. Por un lado es segura: casi
todas las chacras presentan espacios amplios y abiertos que me pondrán a salvo
de cualquier mala maniobra; pero, por otro voy a manejar un coche muy viejo,
casi de colección, un Falcon modelo 65, y encima con palanca de cambios al
volante. Me asaltan dos cuestiones. La primera: ¿Pensará que soy un desastre
manejando, total si lo rompo ya está escachato? La segunda: ¿Podré transferir
todo lo aprendido al de mi papá? Igualmente, acepto la propuesta. Porque, en
este o en cualquier momento, lo que más quiero es estar con él, obviamente.
- Dale, llevo el mate – le contesto.
Es así que, al día siguiente, después de almorzar, me pasan
a buscar. Me he ataviado con las mejores pilchas: unas bombachas campestres
bordadas, unas botas de carpincho, camisa super femenina, un pañuelito de seda
al cuello y un sombrero muy top. Pese a que voy al campo no puedo dejar de
parecer una lady. Como ya dije, mi primer objetivo es caer bien. Ya va a haber
tiempo para “zaparrastrear”.
Voy en el asiento de atrás. Cada tanto, Santi me mira por el
espejo retrovisor y me hace muecas o me guiña el ojo. Eso me sonroja un poco;
pero me da la certeza de que está contento de haberme invitado. Mi futuro
suegro habla y habla, pero no lo escucho tengo la cabeza llena de pajaritos.
Por ahí me hace preguntas que no sé contestar porque no he seguido el hilo de
la conversación. Por suerte, su hijo me saca del apuro contestando por mí.
A la media hora, por fin llegamos. Santiago me muestra las
instalaciones y aprovecha para llevarme a lugares retirados para darme besos y
abrazos apasionados, a salvo de miradas curiosas. Acto seguido, se va adonde su
padre y me entrega las llaves del Falcon.
- Andá a pasear, ¡Animate! Podés ir por allá – me indica.
No me da otra opción. Me subo al carromato; pongo la llave en el contacto y ya arranco mal. En vez de primera pongo tercera, y el motor sólo me devuelve una flatulencia. Mi novio me está mirando a unos diez metros. Se me acerca y me explica lo de los cambios, todo desde la ventanilla haciendo rozar adrede su rostro sobre mi mejilla izquierda. Se ve que mi perfume lo hipnotiza porque por una décima de segundos – lo percibo- queda paralizado.
- A ver, mi amor, apretá el embrague. Poné primera.
Despacito apretá el acelerador y andá soltando el embrague.
Entre la emoción de haber escuchado “mi amor” no forzado, y
el deseo de que me salga una bien, salgo por fin “a las pistas”, después de
unas leves escupiditas del motor.
Por ahí ando un buen rato. No salgo de la segunda. Me siento
libre. Algún perro se me cruza, pero milagrosamente logro esquivarlo.
Ya estoy cansada, me vuelvo para la casa. Más confiada,
pongo tercera. Siento que el auto vuela como un avioncito de papel y caigo a un
charco no muy profundo, pero lo suficientemente embarrado como para salpicar mi
sombrero y parte de mi cara. No quiero seguir más. Salgo del vehículo y me
entierro en el lodo hasta el tobillo.
Otra vez mi amado vuelve a mi rescate. Me abraza y, sobre su
hombro, lloro. Él se ríe.
- No pasa nada. Vení a limpiarte.
Todo un bochorno pasar al lado del puestero y varios de sus
hijos. Escucho a mi futuro suegro que le pide a uno de ellos que, seguro, no
tiene más de doce años:
- Carlitos, haceme el favor, sacá el auto del charco.
Ya más calmada, Santi me invita otra vez al auto para tomar
unos mates.
- Sentate del lado del conductor – me dice – después de los
mates, tal vez te animes a dar unas vueltas más. Esta vez te acompaño.
Apruebo su oferta. Alcanzo a cebarle el primer mate; pero,
cuando lo está tomando, me llama la atención una especie de medio volante
debajo de la parte inferior del mismo. De curiosa nomás lo muevo para arriba.
Se siente “clic”, al momento que Santi se toma la cabeza entre las manos y
grita:
- ¡NO!, trabaste el volante y acá no tenemos la llave.
Eran aproximadamente las seis de la tarde, en otoño, ya casi
oscurecía. El puestero tenía la camioneta en reparación. Los celulares aún no
existían. La única solución posible era hacer dos kilómetros en sulky hasta el
aeroclub y, desde allí, llamar por teléfono a la ciudad para pedir ayuda. Vino
mi suegro, intentaron un buen rato destrabar, pero era imposible. Yo estaba
roja de vergüenza, muerta de frío por los nervios, descompuesta; pero quería
ayudar. El auto encendía, sólo que no se podía hacer girar el volante, lo que
hacía imposible doblar. Fue ahí cuando sugerí la idea más ridícula, aunque en
ese momento me pareció brillante:
- ¿Y si vamos derecho derecho y, cuando haya que doblar, nos
bajamos dos y giramos manualmente el auto?
Mateo, el papá de Santiago, me miró furiosamente y me dijo
un poco fuerte:
- Nena, callate.
Ahí me largué a llorar desconsoladamente, como una nena.
- Dejá de llorar. Ahora ya está.
¿Lo que sigue? Todo bien: se consiguió la ayuda, se encontró
la llave entre tantas que mi suegra guardaba en un tarrito. El Falcon durmió
esa noche a la intemperie, pero al día siguiente fue rescatado.
Sólo el paso del tiempo me rescató a mí de la angustia y la
vergüenza.
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