Vaciar una casa en la que alguna vez habitaste es como
vaciar parte de tu mundo y, en cierta manera, vaciarte para dejar expandir
aquello que no puede irse porque está grabado en vos de modo indestructible
como un sello, como una marca. Vaciar una casa es desnudar, dejar al desabrigo
el alma. Cuando esto sucede, inevitablemente, uno hace un viaje al pasado.
Todo: las personas con las que convivimos, los espacios que ocupamos, los
objetos que usamos, las palabras que dijimos y las que callamos, los abrazos
que dimos y los que guardamos en ese “mundo”, todo, tiene poder de evocación.
Eso me pasó cuando murió mi madre (la última en vivir allí)
y, con mi hermana, tuvimos que desalojar la casa familiar. En un lapso de pocos
días experimenté miles de sentimientos; muchos de ellos, encontrados: alivio,
liberación, angustia, dolor, orfandad, desamparo, impotencia, bronca
desconsuelo. Aparecieron muchos recuerdos, lindos y feos (por suerte, mi
memoria selectiva se ocupó de retener más de los buenos). Y la resistencia a
tomar conciencia de que ya nada
volvería a ser como antes.
La muerte de una persona me hace siempre reflexionar sobre
mi propia muerte. La de mi madre, en particular, me llevó a considerar que la
mía no estaba tan lejana. En consecuencia, la vida que me quedaba debía ser, de
ahora en más, una oportunidad para crecer en agradecimiento, en alegría, para
buscar denodadamente la felicidad, para encontrarle un sentido pleno. Se me
encendió la llama del deseo de lo verdadero, de lo importante, de lo que vale
la pena. Dejar de vivir en piloto automático para disfrutar el aquí y el ahora.
Esa chispa del instante también estaba en los objetos, cuyo
valor material en la mayoría de los casos no coincidía con el afectivo. Toda
una tarde nos sentamos con mi hermana a leer las cartas que se enviaban papá y
mamá cuando novios, cuando la tecnología de las comunicaciones más sofisticada
era el teléfono negro del vecino rico de enfrente. En esas cartas se contaban
desde lo más trivial hasta lo más profundo y, entre las letras, tejían imperceptiblemente
nuestra existencia.
Las dos máquinas de coser a pedal. La Singer, la más
antigua, era de la abuela Felicidad; la Necchi, un poco más moderna, la de
mamá. Por ellas pasaron las telas más bonitas y delicadas que se transformaban
en prendas asombrosas. Mamá era modista y de las buenas. Con mucho sacrificio,
los abuelos la habían mandado a aprender el oficio a Buenos Aires. Amaba lo que
hacía. Para mí, era una artista. Por todo esto mi casa tenía un taller muy bien
montado. Ese fue el lugar que más me costó desalojar, porque era el mundo de
mamá y me parecía que vaciarlo era deshacerme de ella. Su fantasma,
seguramente, estaba allí.
Con mi hermana, decidimos vender muchas de las cosas del
taller a modistas conocidas, pero nos permitimos quedarnos con algo que
eligiéramos especialmente. Ella optó por un costurero de madera tallada, con
varios compartimientos en su interior. Yo me quedé con un reloj de pared que le
había regalado el abuelo, una caja llena de botones de diferentes colores y dos
imanes para capturar las alfileres caídas. Me encantaba hacer eso cuando niña,
y siempre recibía la cálida aprobación de la abuela -quien ayudaba a mamá con
las terminaciones- cuando algunas agujas y muchas alfileres quedaban atrapadas
en “mi red” o cuando lograba clasificar los botones por color.
En las dos semanas que vaciamos la casa, cuando algunos
compradores se llevaban muebles, objetos valiosos y hasta baratijas pude
experimentar que mucho del sufrimiento humano está en el apego tanto emocional,
afectivo como material; y que aprender a soltar, a dejar ir podía ser muy
sanador.
Desde aquellos días, en eso estoy, en soltar lo que fue,
como fue. En recibir lo que es, como es; y en tratar de transformar lo que no
me gusta y puedo. Estoy descubriendo y entendiendo que nos vamos de este mundo
como vinimos, sin nada; pero que – como leí por ahí – paradógicamente nos
llevamos lo que dimos.
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