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martes, 29 de junio de 2021

AL DESNUDO por Araceli Casagrande

 

Vaciar una casa en la que alguna vez habitaste es como vaciar parte de tu mundo y, en cierta manera, vaciarte para dejar expandir aquello que no puede irse porque está grabado en vos de modo indestructible como un sello, como una marca. Vaciar una casa es desnudar, dejar al desabrigo el alma. Cuando esto sucede, inevitablemente, uno hace un viaje al pasado. Todo: las personas con las que convivimos, los espacios que ocupamos, los objetos que usamos, las palabras que dijimos y las que callamos, los abrazos que dimos y los que guardamos en ese “mundo”, todo, tiene poder de evocación.

Eso me pasó cuando murió mi madre (la última en vivir allí) y, con mi hermana, tuvimos que desalojar la casa familiar. En un lapso de pocos días experimenté miles de sentimientos; muchos de ellos, encontrados: alivio, liberación, angustia, dolor, orfandad, desamparo, impotencia, bronca desconsuelo. Aparecieron muchos recuerdos, lindos y feos (por suerte, mi memoria selectiva se ocupó de retener más de los buenos). Y la resistencia a tomar conciencia de que ya nada
volvería a ser como antes.

La muerte de una persona me hace siempre reflexionar sobre mi propia muerte. La de mi madre, en particular, me llevó a considerar que la mía no estaba tan lejana. En consecuencia, la vida que me quedaba debía ser, de ahora en más, una oportunidad para crecer en agradecimiento, en alegría, para buscar denodadamente la felicidad, para encontrarle un sentido pleno. Se me encendió la llama del deseo de lo verdadero, de lo importante, de lo que vale la pena. Dejar de vivir en piloto automático para disfrutar el aquí y el ahora.

Para eso, vaciar la casa familiar, fue un ejercicio fantástico. El aceite, el combustible de la llama encendida estaba allí. Estaba en las recorridas en bici con mi hermano Juanjo por el amplio patio; en las travesuras a la hora de la siesta, cuando osábamos robar las mandarinas que asomaban del tapial que nos separaba del vecino; en la cocina, sitio mágico si los hay, donde todo se transformaba en excelentes pociones de amor de mamá o de abuela: desde la leche con cognac cuando teníamos tos hasta, el postre más sofisticado. El galponcito, mi lugar de juegos preferido. Allí invitaba a mis amigas a jugar a la casita y a las muñecas cuando era niña, pero también allí me reunía con mis compañeros de secundaria a estudiar y a planear estratégicamente el fin de semana; allí mismo, una tarde, Rubén – el chico que me gustaba – me robó el primer beso. Un fatídico año, el galponcito se transformó en sala de tejidos; en especial, de bufandas verdes para enviar a los chicos de Malvinas.

Esa chispa del instante también estaba en los objetos, cuyo valor material en la mayoría de los casos no coincidía con el afectivo. Toda una tarde nos sentamos con mi hermana a leer las cartas que se enviaban papá y mamá cuando novios, cuando la tecnología de las comunicaciones más sofisticada era el teléfono negro del vecino rico de enfrente. En esas cartas se contaban desde lo más trivial hasta lo más profundo y, entre las letras, tejían imperceptiblemente nuestra existencia.

Las dos máquinas de coser a pedal. La Singer, la más antigua, era de la abuela Felicidad; la Necchi, un poco más moderna, la de mamá. Por ellas pasaron las telas más bonitas y delicadas que se transformaban en prendas asombrosas. Mamá era modista y de las buenas. Con mucho sacrificio, los abuelos la habían mandado a aprender el oficio a Buenos Aires. Amaba lo que hacía. Para mí, era una artista. Por todo esto mi casa tenía un taller muy bien montado. Ese fue el lugar que más me costó desalojar, porque era el mundo de mamá y me parecía que vaciarlo era deshacerme de ella. Su fantasma, seguramente, estaba allí.

Con mi hermana, decidimos vender muchas de las cosas del taller a modistas conocidas, pero nos permitimos quedarnos con algo que eligiéramos especialmente. Ella optó por un costurero de madera tallada, con varios compartimientos en su interior. Yo me quedé con un reloj de pared que le había regalado el abuelo, una caja llena de botones de diferentes colores y dos imanes para capturar las alfileres caídas. Me encantaba hacer eso cuando niña, y siempre recibía la cálida aprobación de la abuela -quien ayudaba a mamá con las terminaciones- cuando algunas agujas y muchas alfileres quedaban atrapadas en “mi red” o cuando lograba clasificar los botones por color.

En las dos semanas que vaciamos la casa, cuando algunos compradores se llevaban muebles, objetos valiosos y hasta baratijas pude experimentar que mucho del sufrimiento humano está en el apego tanto emocional, afectivo como material; y que aprender a soltar, a dejar ir podía ser muy sanador.

Desde aquellos días, en eso estoy, en soltar lo que fue, como fue. En recibir lo que es, como es; y en tratar de transformar lo que no me gusta y puedo. Estoy descubriendo y entendiendo que nos vamos de este mundo como vinimos, sin nada; pero que – como leí por ahí – paradógicamente nos llevamos lo que dimos.

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