El sabor del amor
La abuela Felicidad es la mamá de mi mamá, vino de España
a los 15 años. Su hermana Josefa - que
ya había venido antes -, le había prometido que, cuando consiguiera un trabajo
y lograra instalarse, buscaría algo para ella y la mandaría a llamar para que
viniese a la Argentina.
Josefa consiguió empleo de mucama cama adentro en una
casa de ricos, en un barrio porteño muy pituco.
A los cuatro meses de trabajar allí, se enteró de que
necesitaban una ayudante de cocina, alguien que se ocupara de lavar la vajilla
y de hacer las compras. Ese fue el puesto que ocupó mi abuela Felicidad.
Su curiosidad innata la llevó a superarse y así pasó de
lavaplatos a auxiliar de cocina. Allí conoció los sabores, las texturas y los
olores de la cocina internacional. Sabía de platos franceses e italianos,
aumentó los conocimientos de la cocina española y, aunque nunca pudo ser la
jefa de cocina en aquella casa, sí lo fue en la propia.
Mi abuela cocinaba como los dioses, era insuperable. Con
poco hacía mucho. De los ingredientes más austeros y sencillos lograba una
comida exquisita. Para ella la cocina era un arte y con su creatividad hacía
que todos los comensales gozaran de una mesa bien servida. Además había
aprendido allí, en la mansión de los ricos, qué mantel era el apropiado:
siempre debía estar impecable y perfectamente planchado, lo mejor era que fuera
de lino blanco o marfil. Si era para un almuerzo podía ser de color, pero
claro. La servilleta, para las ocasiones especiales, tenía que tener un tamaño
de 60 x 60 centímetros por considerarse más elegante y se debía colocar doblada
en forma de rectángulo o triángulo a la izquierda o encima del plato. Jamás
imitando formas de pájaros o flores, ni tampoco colocadas dentro de la copa.
¡Había que respetar el protocolo!
Obviamente, también había aprendido qué vino era el
adecuado para cada celebración: jerez para el consomé; vino blanco, para el
pescado; tinto, para las carnes y champán o cava, para los postres.
Ya desde niñas, a mi hermana, Marita, y a mí nos
enseñaban a disponer adecuadamente las copas sobre la mesa, las que debían
responder al orden en que se iban a consumir los vinos: de izquierda a derecha,
la más pequeña para el vino blanco o el dulce; luego la mediana, para el tinto;
la más grande, para el agua, soda o gaseosa. La de champán, la alargadita
flaca, se colocaba después de la de agua y un poco desplazada hacia el centro
de la mesa.
En cuanto al menú, recuerdo que también mamá lo
consensuaba con la abuela. En esas fechas habitualmente había una entrada
ligera como para ir tranquilizando el estómago; un primer plato, por lo general
en base a pescado o pollo; y un segundo plato, el principal, más fuerte con
carne de vaca y abundantes guarniciones. Del postre se encargaba mamá. Ella era
la especialista pues había cursado su secundario en una escuela de oficios
donde le enseñaban, casi a nivel científico, todas las tareas domésticas;
incluidas en ellas, la atención de los hijos (Puericultura).
Pero, volviendo a mi abuela, quiero detenerme en uno de
esos primeros platos que servía con tanto amor, porque allí, en ese condimento
tan especial, el amor, radicaba el secreto de todos sus sabores. ¿Cuál era el
plato? “Coquillas o conchillas o conchas de mar”. Así se llamaba al plato
porque la preparación era contenida en el caparazón de una ostra de mar. Tanto
mi abuela como mi mamá preparaban el contenido de la siguiente manera: hervían
pescado o, en su defecto, pollo con ricas verduras (ajo puerro, cebolla,
zanahoria, zapallo, pimiento, etc.) para que le dieran buen sabor. Luego
desmenuzaban la carne o la picaban muy finamente. Aparte, en una sartén,
saltaban – preferentemente en aceite de oliva – cebolla de verdeo y morrones
bien picaditos. Una vez tiernizado todo, agregaban a esto el pollo o el
pescado. Salpimentaban y unían con salsa blanca bastante líquida o crema de
leche con almidón de maíz. Esta pasta era colocada en estos caparazones,
espolvoreada con queso rallado o perejil picado y, finalmente se gratinaban a
horno bien caliente antes de servir. Realmente, una delicia.
Cuando falleció mamá nos dejó entre su maravilloso legado
de amor - reflejado en gestos, actitudes, palabras, sabiduría de vida, fe
infinita en Dios – aquellas recetas de cocina que también heredó de su madre,
la abuela Felicidad.
A pocos días de su partida, mientras ordenábamos la casa
de mamá, encontramos una caja que contenía cuarenta y dos de estas adoradas
coquillas: grandes, medianas y chicas. En ese instante aparecieron también
nuestros momentos de infancia: recibíamos las coquillas del tamaño proporcional
a la edad que teníamos. ¡Cuántos recuerdos maravillosos revivimos! Inmediatamente,
nos las repartimos: veintiuna para cada una. Nos juramos que no habríamos de
perder la receta.
La primera Pascua sin mamá nos reunimos a comer la
familia de mi hermana y la mía propia. Fuimos doce comensales en total. Para
que también mamá y la abuela participaran de esta mesa unimos nuevamente las
cuarenta y dos coquillas y las preparamos de pollo, tal como la aprendimos.
Para acompañarlas elaboramos además una receta heredada de los bisabuelos
españoles: empanada gallega.
Lo cierto es que todos: grandes, medianos y chicos;
hijos, primos, maridos, cuñados disfrutamos de una mesa especial, llena de
Felicidad, como la abuela, que vino a estas tierras para forjarse un futuro
mejor que el que le proponía su Patria.
La alegría de nuestros hijos, la emoción de nuestros
corazones memoriosos, el clima de familia, el calor de hogar y los paladares
satisfechos de aquel día confirmaron que había valido la pena ese destierro.
Araceli Casagrande,
2012
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